En vías de publicación en: Tey, M. et al (coords): La democracia constitucional en el siglo XXI. Ed. Almuzara, Córdoba 2019
La idea del Patriotismo Constitucional (PC) nace en el contexto de la reunificación de Alemania hacia 1990: dos países con el mismo origen étnico y la misma lengua pero culturas políticas muy distintas entre sí. Intentaba definir un espacio común de encuentro identitario entre las dos Alemanias sin tener que recurrir a contenidos étnicos ni lingüísticos que podían generar una vuelta a la idea de nación de los años del nacionalsocialismo. De hecho, el principio del derecho de sangre -la nacionalidad alemana se concedía en función de los ancestros- era aún el único vigente en este país hasta 1999 fecha en que se introdujo el derecho de suelo -ius soli- que concede la nacionalidad en función del lugar en el que se haya nacido tal y como sucede en Francia o los Estados Unidos desde hace ya mucho tiempo. La idea central del PC es que la nacionalidad o ciudadanía no se puede construir sobre lazos étnicos y culturales comunes sino en la práctica social y comunicativa de los propios ciudadanos, de un “plebiscito diario” como escribió Ernest Renan a finales del siglo XIX para -y esto es importante para entender el punto de vista de Renan- poder argumentar la pertenencia de Alsacia-Lorena a Francia, una región de origen étnico-cultural alemán incorporada a Alemania con la victoria militar del II Reich sobre Francia en la guerra de 1870/71.
Una idea central del PC es la necesidad de consensuar y respetar los procedimientos democráticos utilizados para llegar a posiciones y decisiones comunes. Esto es esencial pues sólo si se deciden previamente los procedimientos es posible conseguir que las decisiones tomadas en entornos pluralistas puedan llegar a ser respetadas por todos. Se puede decir, por tanto, que esta es una primera razón por la que los intentos de cambiar unilateralmente las reglas por parte de los protagonistas del procés es incompatible con la propuesta republicana del patriotismo constitucional.
Esto no es poca cosa pues el PC probablemente sea la única forma de crear hoy un espacio de identificación común en Europa, el continente con la mayor diversidad étnica, cultural y lingüística del mundo. Cabe hacerse la pregunta si la fórmula sirve para abordar también el problema identitario y territorial de España. Yo creo que sí aunque su efectividad pasa por tener en cuenta lo siguiente: (a) por comprender el propio fenómeno identitario para llevarlo al terreno de la racionalidad y poderlo articular políticamente; (b) por comprender las premisas y el contexto histórico en el que Habermas hace su propuesta y (c) por no reducir el PC a una propuesta destinada a regular comportamientos individuales al margen de toda idea de colectividad o comunidad.
Pero ¿qué es la identidad y cómo se construye? Es verdad: estamos saturados de tanto discurso identitario y los que estamos aquí abrazando los ideales de la izquierda hemos tenido que asistir durante años a cómo el discurso de solidaridad y justicia social viene sucumbiendo en nuestras propias filas frente al discurso identitario. Pero esto no quiere decir que la identidad no sea importante o que resulte imposible definirla racionalmente, pues no es sino la forma que tiene cada individuo, y por extensión un grupo de individuos, de verse a sí mismo en relación con el resto de la sociedad. Es imposible que esta identificación obedezca sólo a principios racionales pues tiene que ver con un sinnúmero de aspectos, muchos de contenido emocional y afectivo. Pero esto no deja fuera la posibilidad de definir el fenómeno identitario de forma racional pues la visión que tiene cada individuo de sí mismo en relación con el resto no es nunca del todo arbitraria pues depende de las características objetivas de esa sociedad y también de las experiencias vitales del individuo: un desencuentro profesional o familiar profundo puede cambiar la naturaleza de esta relación pero también los cambios políticos y culturales que se viven en en el resto de la sociedad.
Las formas por medio de las cuales se crean y se transmiten las identidades dependen del tipo de sociedad de la que estemos hablando. En la sociedades tradicionales estas se traspasan de unas generaciones a otras a través de la familia y de la comunidad en un proceso espontáneo de transmisión cultural y lingüístico. Sus contenidos no son causales y tienen que ver con las formas de vida propias de estas sociedades: la agricultura tradicional, los espacios rurales, el pequeño comercio urbano, las pequeñas industrias familiares diseminadas por las comarcas, la familia estable y dotada de valores tradicionales, etc Las personas que nacen y viven en un entorno de este tipo sólo cambian muy lentamente, su identificación con el mundo que les rodea también porque dicho mundo cambia también sólo poco a poco. La identidad se percibe aquí como algo casi tan natural, eterno, certero y “objetivo” como las propias montañas, lo cual explica que a los gobiernos les resultara relativamente fácil convencer a las clases campesinas para que defiendan su “patria” con su vida y sin pedir nada a cambio. El radicalismo identitario de personajes como Torra o Puigdemont, que proceden de los espacios ideológicos más tradicionalistas de Cataluña. hacen alarde de esta fe casi ciega en la “objetividad” de su forma de sentir y de pensar lo que ellos entienden por Cataluña.
Sin embargo, en los estados modernos, particularmente después de la segunda guerra mundial, la producción y reproducción identitaria sucede de forma muy distinta. Ahora son los gobiernos y no las tradiciones heredadas, los que construyen las identidades de forma planificada y sistemática a lo largo de varias generaciones, y haciendo uso del sistema educativo y de los medios de comunicación. Hay un acuerdo, una decisión política que lleva a inventar, literalmente, identidades políticas nuevas, a plasmarlas en los libros escolares y a difundirlas. Se trata de un proceso enteramente político muy distinto del que se produce espontáneamente en los espacios tradicionales. Los gobiernos bucean en las tradiciones del país pero las reinventan haciendo, ademas, una lectura de la historia que sólo puede ser selectiva y en función de los valores que quieren resaltar para incorporarlos a las nuevas comunidades políticas.
Ninguna de las dos formas de producción y reproducción identitaria se salvan de ser construcciones históricas, de ser cosas que han sido creadas en un momento pero que se pueden volver a construir en función de los cambios del presente. Esto se refiere tanto a la identidad “española” como a la “catalana” o a cualquier otra. Pero muchas personas argumentan como si sus planteamientos identitarios no fueran productos históricos e incluso creaciones políticas, tienen una visión naturalista de su identidad, como si esta estuviera escrita en sus genes. El resultado es un choque identitario permanente alimentado, en este caso, por los inspiradores del procés dirigidos por los espacios identitarios más tradicionalistas apoyados por los grupos sociales con alto capital cultural vinculados, preferentemente, a la Generalitat. No tiene sentido sentido alguno responder a esta situación con otra identidad igual de cerrada e históricamente acabada por incapaz de incorporar a sectores amplios de la población catalana, vasca etc La salida está en abordar la construcción política de una nueva identidad compartida por todos que deje detrás lo que nos a llevado a la situación actual.
¿En qué medida nos podemos valer del PC para abordar los problemas del presente?
La propuesta de PC de Habermas tiene que ser insertada en su contexto histórico. Cuando habla de ella tiene en mente la situación creada en Europa después de la segunda guerra mundial, una situación que incluía la firma de una serie de pactos sociales y políticos en los que, por primera vez, también tenían cabida a las clases menos favorecidas. Estos pactos, que se tradujeron en procesos redistributivos y en la protección del trabajo frente al capital, sirvieron de base para la construcción política de una identidad basada esa vez no en la superioridad étnica y cultural de una nación frente a otra, sino en la idea según la cual todos son ciudadanos iguales independientemente de su sexo, religión o su adscripción étnica. Pero no sólo. Además son iguales independientemente de su clase social, que es lo verdaderamente nueva, la idea de ciudadanía incluye la ciudadanía social. Este aspecto venía siendo una reinvindicación de las izquierdas occidentales desde mediados del siglo XIX, pero sólo se consiguió imponer políticamente tras los dos desastres bélicos de la primera mitad del siglo XX.
La propuesta de Habermas es un intento de solución global del problema político-identitario pero se apoya en la idea de ciudadanía social. Su argumento es de calado: esta forma de ciudadanía es la única con capacidad de afrontar la creciente diversidad cultural, la progresiva individualización de las relaciones sociales o, incluso, el problema de los recursos -naturales, territoriales o energéticos- que son cada vez más escasos en el mundo, un problema que sólo puede solucionarse aplicando un criterio de ciudadanía válido para todas las personas que pueblan el planeta y no sólo para un grupo privilegiado de ellas pues, para que cada uno pueda ser autónomo y diferente, tiene que ser “igual” que el resto, tener asignado el mismo estatus en el mundo y en la sociedad, lo cual pasa por disponer de un mínimo de seguridad material, sanitaria y educativa. Por tanto sería sería un grave error ignorar las condiciones -económicas y sociales- requeridas para asegurar que el PC se siga asentando entre las poblaciones europeas como lo hizo durante tres o cuatro décadas, para que no sufra una erosión política como la que está sufriendo ahora. De hecho, la idea del PC no ha permitido evitar el auge de la ultraderecha en Alemania nacido de la ira y la frustración de la población alemana provocada por el desmontaje del su sistema de bienestar a partir de finales de 1990 (el programa “Harz IV”), y por la indignación provocada por el uso del dinero de los contribuyentes para rescatar a los bancos, un dinero que aparentemente no existía para ayudar a las víctimas de la crisis de 2008 que, a diferencia de estos últimos, no tenían ninguna culpa de la misma.
Existe, por tanto, efectivamente el peligro, de que el PC pierda apoyos si un tercio de la población no tiene un empleo mínimamente digno, cuando los estados redistributivos encargados de hacer realidad sus premisas materiales se siguen viendo debilitados por la desregulacion financiera y otros factores, o cuando, en definitiva, el riesgo y la inseguridad siguen instalados en las vidas de cada vez más personas. Existe, por tanto, el peligro de hacer una lectura del PC que, si bien se apoya en la idea de la igualdad política, se muestre insensible a los recursos necesarios para conseguir que esa se haga una realidad palpable para la mayoría de la población. Por mucho que uno se posiciones frente a los llamados “populismos”: cuando esta insensibilidad persiste se favorece el avance de los mecanismos identitarios de base tradicional pues muchos encuentran en ellos un refugio para preservarse de un sistema económico que no les tiene en cuenta. Esto no quiere decir que las cosas vayan a cambiar realmente, pero la imaginación de comunidades y lazos sociales que no van a volver nunca proporcionan un anhelo de seguridad y de certeza que puede llegar a ser muy intenso en momentos de crisis alimentando procesos tan irracionales, antidemocráticos e imposibles como el procés.
Otro error sería interpretar el PC como una especie de construcción teórica abstracta que no tiene en cuenta los sentimientos de las personas, reducir, en definitiva, el problema identitario a un problema de distribución racional de recursos en una sociedad entendida como la mera suma ordenada y civilizada de individuos aislados siguiendo la tradición de John Locke. Desde luego esta no es la concepción de ciudadanía de Habermas, aún cuando algunos lo interpretan así. Lo que propone es un proyecto de convivencia en la que los individuos se conciben a sí mismos como parte de un conjunto del que no sólo participan pagando sus impuestos civilizadamente a cambio de servicios públicos, sino de un conjunto que además resulta constitutivo de su propia identidad individual, de la forma que tienen de verse a sí mismas las personas en relación con el resto. Para Habermas los ciudadanos deben participar plena y democráticamente no sólo para poder vivir sin conflictos nacidos de opiniones discordantes, sino además porque entienden que su participación en la esfera de lo público es la condición, incluso la esencia de su propia libertad: lo de todos no es ajeno y exterior, sino que forma parte de lo de cada uno. Esto quiere decir que para que se cumplan las premisas del PC, el individualismo debe dar paso a la reciprocidad. “Nadie” escribe Habermas “puede reivindicar la autonomía política para sí mismo para alcanzar sus intereses particulares sin tener en cuenta que esta autonomía sólo se puede llegar a realizar de forma colectiva a través de la práctica intersubjetiva. La posición jurídica del individuo se conforma así a través de una red de relaciones igualitarias basadas en el reconocimiento recíproco. Le exige a cada uno que adopte la perspectiva de la primera persona del plural -nosotros- antes que la perspectiva de un observador externo que sólo pretende alcanzar su propio éxito individual”. En definitiva: el PC pasa por la construcción de una comunidad, de un “nosotros” y no por la mera organización racional de una suma de individuos iguales pero aislados los unos de los otros, y que consideran “lo de todos” como un algo ajeno a sí mismos, un algo con lo que se relacionan de forma comparable a lo que sucede en las transacciones mercantiles, un algo, incluso, susceptible de ser apropiado individualmente en beneficio propio.
Mi argumento es que tenemos que construir en España un nuevo “nosotros” que deje atrás los diferentes “nosotros” actualmente nos separan. Sus piezas no pueden incluir las tradiciones antidemocráticas, la violencia ejercida contra los inocentes, el autoritarismo en todas sus variantes o el sexismo, sino otras tales como la solidaridad entre clases y territorios, una suerte de plurilingüismo en todo el territorio que le permita acceder a todos los ciudadanos desde niños al menos a dos de las tres culturas lingüísticas de la “periferia”, una visión preservadora de los recursos naturales, culturales y artísticos que se han ido acumulando a lo largo de los siglos, etc. No tenemos que empezar desde cero pues la Constitución de 1978 es una referencia democrática fundamental en la historia de este país de países pero debemos completar la reforma del Título VIII con el diseño colectivo de un relato común de país, y que parta de las experiencias democráticas compartidas a lo largo de la historia, de la tradición regeneracionista y republicana que colocó a España a la cabeza de la cultura de la paz, de la democracia, de la ciencia y de las artes europeas, de la experiencia de tolerancia religiosa en la Edad Media hispana en medio de una Europa vandalizada, o también del acerbo civilizatorio acumulado por la cultura mediterránea que sugiere un espacio de diversidad cultural y encuentro único en el mundo etc, En ningún caso se trata aquí de combinar o encajar de otra forma “naciones” y “nacionalidades” ya existentes y consideradas acabadas históricamente, como sostienen tanto los nacionalistas al norte y al sur del Ebro, como los que apuestan por una especie de confederación.
Por el contrario, se trata de construir política y culturalmente algo nuevo que sea algo más que una mera suma de lo que ya existe por separado. Los gobiernos de la España constitucional de 1978 no abordaron esta tarea, bien porque pensaban que la globalización la hacía obsoleta, bien porque no había posibilidad de consenso que fuera más allá de un “borrón y cuenta nueva” impuesto por el hecho, de que muchos le atribuían aún el régimen de Franco una elevada dosis legitimidad. Hoy esos son ya muy pocos, lo cual abre una oportunidad histórica para la construcción de un nuevo relato de país de países consensuable basado en experiencias de democracia, de libertad y de justicia comunes. El enfrentamiento identitario al que el procés ha colocado a toda la sociedad puede ser una oportunidad pues ha hecho evidente, en toda su crudeza, la naturaleza insostenible que lo que se ha venido fraguando desde 1978 en términos identitarios en España. El trauma producido puede llevar a muchos a dar el primer paso para romper con las lealtades identitarias que han venido funcionando hasta ahora con el fin de crear espacios para un nuevo espacio que mire al futuro y al mundo del siglo XXI. En realidad, se trata de una tarea que no sólo tienen que abordar los ciudadanos españoles sino los del conjunto de la Unión Europea pues, si se quiere seguir apostando por la UE hay que construir un relato europeo común basado en la parte humanista, democrática y tolerante de sus tradiciones, así como en el rechazo activo de todas aquellas que apunten en el sentido contrario: solo así se podrá evitar una reedición de las experiencias de entreguerras.
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