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martes, 9 de julio de 2019

De los errores de Podemos a la propuesta federal (publicado en El Viejo Topo)



Las elecciones generales y autonómicas de 2019 han puesto fin al ciclo de regeneración política iniciado por las Mesas de Convergencia (2010) y  el Movimiento 15-M (2011), y que capitalizó electoralmente Podemos un año después. Como sucedió en el período de decadencia de Izquierda Unida, la organización no está siendo capaz de abordar una discusión en profundidad sobre las causas de su rápido declive. Pero la capacidad que desplegó en sus mejores años de sumar más del 20% del electorado en toda España, y de convertirse en la primera fuerza en Cataluña y el País Vasco, dos territorios plurales que contienen la clave para la solución del problema identitario en el conjunto del país, ha sido demasiado importante como para banalizar este experimento político o conformarse con explicaciones personalistas y anecdóticas ¿Qué ha sucedido con Podemos?




Comunicación y realidad 

Podemos ha sido un experimento exitoso de comunicación política basado en el uso de un nuevo lenguaje y de una simbología nueva. Ambas cosas son decisivas en política, pero no sustituyen la necesidad de reconocer o identificar la realidad social, sea la que fuere, como el material primario de todo proyecto de transformación. Por mucho que los argumentos comunicativos sea importantes  para transformarla, se trata de un medio y nunca de un objetivo en si mismo. Confundir medios y objetivos genera contradicciones entre lo que se propone y lo que realmente sucede en la sociedad, contradicciones que acaban erosionando el apoyo social poniendo fin a la efectividad de las estrategias comunicativas con el resultado de una vuelta al punto de partida. Este intercambio entre mensaje y realidad es valorado positivamente por el pensamiento postmoderno, se ha afianzado en el pensamiento sociólogo de las últimas décadas y se ha exacerbado recientemente con la aparición de las fake news y las nuevas formas de comunicación digital, aunque ya estaba muy presente en el período de entreguerras. El término “populismo” utilizado por los dirigentes de Podemos refleja el intento de jugar con la permuta de realidad por comunidad. El resultado ha sido la necesidad de pagar un elevado precio en forma de desconfianza sobre los verdaderos objetivos políticos de esta organización, una desconfianza que se exacerba en su posición en relación con el problema territorial hasta hacerse decisiva. El término "populismo" puede admitir una lectura progresista en el contexto de la realidad latinoamericana, pero cuando se utiliza en Europa, como lo ha hecho Podemos en los primeros años, se convierte en presa fácil de los enemigos del cambio gracias justamente a esa combinación entre eficacia comunicativa y ambigüedad en los contenidos, una peligrosa combinación que sólo puede beneficiar a la izquierda en determinados contextos sociales y culturales, pero no en todos.

Pero no sólo hay que identificar o reconocer la realidad social e institucional, sea la que sea, como base de todo proyecto político, sino que, además, hay que aspirar a conocer dicha realidad lo mejor posible para poder cambiarla con garantías de éxito. Conocerla significa tener una idea realista de los grupos y de las clases sociales que conforman una sociedad como la española, de sus dinámicas de cambio, de los procedimientos administrativos, jurídicos y presupuestarios que resultan necesarios para gestionar un (gran) ayuntamiento, de las dimensiones y las limitaciones de la estructura económica del país en el entorno internacional real -que no en el deseado-, de la extracción social y la evolución normativa del electorado, como mínimo del electorado potencialmente propio con el fin de no perder el contacto con él. Los que toman las decisiones en Podemos acertaron en la comunicación política, pero no se han preocupado lo suficientemente ni de reconocer, ni tampoco de conocer la realidad española que aspiraban a transformar.    

Extrapolación de realidades diferentes

Porque el segundo de los errores de Podemos tiene que ver con el primero. Fue pensar que la sociedad española y su sistema político, que se encontraban en una situación de  crisis de legitimidad hacia el año 2010, así como el propio Estado español contemporáneo, son comparables a los de América Latina. España es un país de la periferia sur de Europa, no forma parte del núcleo fundacional de la Unión Europea y su margen de maniobra para dar respuesta a la crisis financiera de 2008 era más bien pequeño como también lo fue y lo sigue siendo el de  Portugal o el de Grecia. El desplome económico de 2008 produjo un desplome de parte de su clase media, y la proliferación de la corrupción y el turnismo colocaron a sus sistema político e institucional en una crisis sin precedentes. Sin embargo, pensar que la clase media española,  su sistema de partidos y su propia realidad estatal son comprables en su precariedad a los de los países latinoamericanos, está completamente fuera de lugar. La sustitución del izquierda-derecha por la idea del “arriba-abajo”, de “la gente”, del “99%” o del “populismo de izquierdas” puede ser  una buena estrategia comunicativa, pero no permite describir de forma lo suficientemente precisa la sociedad real que se intenta transformar, sus cambios y todas aquellas contradicciones -grandes y pequeñas- que hay que identificar para consolidar y ampliar las posiciones políticas conquistadas electoralmente. 

Pensar que el cambio en una sociedad moderna como la española va a venir por medio de una suerte de desbordamiento del sistema político protagonizado por la ciudadanía o por  la “gente” en un movimiento más bien espontáneo e “imparable” dirigido por los hijos sobrecualificados de unas clases medias urbanas desclasadas conectadas con los sectores populares, como sucedió en algunos países latinoamericanos, no se corresponde con la realidad, aún cuando existan aspectos y síntomas que pueden resultar comparables. Si tenemos en cuenta que dichos experimentos ni siquiera han podido consolidarse en aquellos países una vez que cambió la situación económica internacional, resulta aún más dudoso el realismo de las estrategias importadas desde países tan distintos a España como los latinoamericanos. En una  sociedad compleja y razonablemente estructurada como la nuestra, la guerra de posiciones de Gramsci es una hoja de ruta mucho más realista, aún cuando, quizás, también más aburrida, que el repentino "desbordamiento" provocado por la acción espontánea de la "gente". La  acumulación de hegemonías en un proceso largo y complejo basado en el conocimiento particularizado del tejido social, económico e institucional en mutación permanente, que es justamente lo que se pretende transformar, transformación que, por otro lado, exige continuas negociaciones e incursiones en zonas diferenciadas, recodos e islotes del tejido social.  Para ilustrarlo no se me ocurre ningún ejemplo mejor que el proyecto gradual desplegado por el conservador Jordi Pujol para construir un nuevo demos en Cataluña con el objetivo final de crear un estado independiente pilotado por las fuerzas conservadoras catalanas. El contenido aritmético-electoral de la idea del “sorpasso”, una técnica comunicativa que hasta ahora no le ha reportado ventajas a nadie que la ha utilizado, no encaja en el tipo de estrategia a medio y largo plazo que requiere la transformación de una sociedad como la española.
      
Crítica fallida de la Constitución del 78

El tercer error, si se quiere estratégico de Podemos, se deriva de su posicionamiento en relación con la Constitución de 1978. Dicha Constitución es el resultado de una correlación de fuerzas, tanto dentro como también fuera de España, mucho más favorable para la izquierda que la del presente. Esto significa que un nuevo proceso constitucional generaría hoy una carta magna  considerablemente más regresiva que la actual que, desde luego, es infinitamente más avanzada que el bodrio elaborado para fundar la llamada “República Catalana”. La lista del articulado progresista es mucho más larga de lo que Podemos ha venido sugiriendo a lo largo de estos últimos años, un error del que sólo se dio cuenta demasiado tarde. La Constitución del 78 establece, por ejemplo, el derecho a la educación destinado al desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia (§27); el derecho al  trabajo (§35); la obligación de sostener los gastos públicos mediante un sistema tributario justo (§31); que los derechos a la propiedad privada y a la herencia estén delimitados por su función social (§33); que los poderes públicos promuevan políticas orientadas al pleno empleo (§40); que los gobiernos mantengan un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos (§41); establece el derecho al disfrute de un medioambiente adecuado y el uso racional de los recursos naturales (§38); la protección del  patrimonio, histórico, cultural y artístico de los pueblos de España (§46); el derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (§47) o el disfrute de una pensión de jubilación económicamente suficiente (§50). Además, estipula que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y permite intervenir empresas cuando así lo exige este último  (§128) y obliga a los poderes públicos a promover eficazmente las diversas formas de participación en la empresa (§ 129). También le confiere al Estado la posibilidad de planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas (§131), obliga a regular el régimen jurídico de los bienes de dominio público y los bienes comunales que incluyen las costas y los recursos naturales (§132) y obliga también a la realización efectiva del principio de solidaridad entre las diferentes partes del territorio prohibiendo que en las Comunidades Autónomas se creen privilegios sociales y económicos (§138). Por fin, decreta que las haciendas locales tienen que disponer de medios suficientes para el desempeño de sus funciones (§142), y que la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas tiene que ser con arreglo al principio de solidaridad entre todos los españoles (§156). 

Por tanto, el problema de la corona a parte, que requiere de un análisis propio, la crítica que se le puede y se le debe hacer al orden constitucional del 78 es similar a la que hacen los franceses, los alemanes o los italianos a sus respectivas constituciones, es decir, el incumplimiento de muchos de sus postulados debido a las políticas económicas aplicadas. Se debe hacer, en definitiva, a la forma de abordar el problema del interés general y a las políticas económicas que han llevado a ella, como quedó patente con la reforma express del §135. A esto se suma naturalmente la justificada crítica al desarrollo del Título VIII, que sin duda debe ser reformado pues ha creado un orden institucional que dificulta el cumplimiento de algunos artículos como el 138 o el 156. En definitiva: a parte de este último, que ha facilitado la creación de demos particulares cada vez más enfrentados entre sí en una suerte de dinámica confederal, el verdadero problema de la Constitución de 1978 radica en la tensión, propia de todas las constituciones de los países capitalistas desarrollados y no sólo la española, entre el código civil, que regula la propiedad privada y el interés particular, y los derechos constitucionales de los que disfrutan todos los ciudadanos sea cual sea la propiedad de la que dispongan.

Cuando Podemos y sus grupos afines empezaron a hablar de la “crisis del  Régimen del 78” pensando que abrían una línea de ruptura política favorable a la izquierda, desarrollaron una crítica ambigua a la Constitución tratándola de facto como el producto de una involución política y convirtiéndola en una suerte de iniciativa del gobierno de Arias Navarro para evitar la ruptura con el Régimen de Franco. Es verdad: la Transición fue un compromiso con el pasado franquista, pero esto no altera el contenido fuertemente progresista de la parte central de su articulado, sobre todo para los tiempos que corren. Esta ambigüedad a la hora de abordar la crítica de la Constitución no es casual: resulta de una visión poco nítida de lo que representa el estado moderno que es hoy muy distinto al del siglo XIX, incluso al de la  primera mitad del siglo XX, un visión anacrónica que sin embargo -y ahí su verdadera funcionalidad- permite fraguar alianzas pretendidamente progresistas con los independentistas (ver abajo). Esta lectura ahistórica del capitalismo y de la modernidad en general, empujó a Podemos a posiciones ultraizquierdistas, a un anticapitalismo junior de chavales de instituto que le llevó a una pérdida adicional de confianza de muchos de los que les habían dado su voto en 2016.  Pero las cosas vinieron aún peor, pues esta forma de responder a la reforma express del 135, reforzó los argumentos de los independentistas que, por razones completamente distintas, también pasaron a la ofensiva en su crítica de la Constitución. Con esto pasamos al cuarto y definitivo error que podría arrojar a Podemos a la insignificancia política siguiendo los pasos de Izquierda Unida, si se muestra incapaz de dar un giro de 180 grados: el problema nacional. 

Problema nacional y síndrome de estocolmo

Todos los errores enumerados culminan en la particular apuesta territorial e identitaria de Podemos, que -como era de prever- lleva el camino de convertirse en su Waterloo. Oriol Junqueras ha alcanzado el objetivo que se había propuesto para hacer frente al reto del 15-M: bloquear, a través de la agenda indepe, la conformación de un movimiento sincronizado en toda España en favor de la regeneración del país y contra las políticas de austeridad. Podemos se lo ha puesto fácil a Oriol pues la izquierda española en general sufre desde hace décadas un notable síndrome de estocolmo: ha sido secuestrada políticamente por el discurso nacionalista no sólo sin oponerse a dichos secuestro, sino alabando una y otra vez a sus propios secuestradores. Tan junior son sus dirigentes que incluso piensan que pueden  utilizar a dichos secuestradores para alcanzar sus propios fines, es decir, para avanzar en una agenda progresista. Para poder jugar este astuto juego Podemos necesita congraciarse con estos últimos admitiendo la existencia de similitudes esenciales entre los procesos de descolonización de territorios pobres y subordinados a las potencias occidentales después de la segunda guerra mundial, y la situación que viven las prósperas regiones de Cataluña y el País Vasco en la actualidad. La visión  ahistórica del mundo, que permite extrapolar casi sin límites de unas situaciones a otras realidades completamente distintas, está muy  incrustada en la cultura de la izquierda española, con lo cual no le resulta tan difícil apoyarse este disparate. A esto se suma que la ya comentada banalización de la realidad frente al discurso comunicativo permite restarle importancia a esta clase de argumentos alejados de la realidad pues, aún admitiendo su inconsistencia, al menos permitirían presuntamente ganar votos para la "izquierda" independientemente de si una parte de ella apuesta por destruir el demos llamado "España" y otros apuestan por democratizarlo y hacerlo más justo. 

Esta gigantesca concesión ideológica incluye el pago de un tributo político muy elevado que bloquea el avance de una agenda progresista y naturalmente favorece a los indepes. El primer tributo político consiste en aceptar -bien con la boca pequeña, bien proclamándolo a los cuatro vientos- el principal argumento de los independentistas: que el problema nacional en España es, en realidad, un problema de falta de democracia. La aceptación de este argumento facilita sin embargo la conexión con la crítica del “Régimen del 78”, con lo cual la coalición con los indepes se ve plenamente justificada. Esta transacción sólo favorece sin embargo a los independistas pues le resta legitimidad a la Constitutución del 78 que es lo que necesitan aquellos para internacionalizar el conflicto. Pero esta forma de cubrir de basura la Constitución del 78 en realidad no tiene nada que ver con la crítica que pueda hacer la izquierda de ella. 

Por tanto el secuestro de la izquierda por parte de los indepes sigue siendo un hecho y su  expresión más clara es el apoyo de las izquierdas al “derecho de los pueblos a la autodeterminación” sin entrar en detalles sobre la naturaleza de dichos “pueblos”, sin pensar en la posibilidad de que dicho derecho se pueda llegar librar a costa del “derecho” de otros “pueblos” y de miles y miles de ciudadanos expulsados previamente del “pueblo” principal, sin tener en cuenta que son los territorios ricos los que claman el derecho a no ser solidarios con los menos ricos de forma similar a como los evasores fiscales reclaman su “derecho” a no pagar tantos impuestos. Nadie parece haberse parado en Podemos a pensar en las consecuencias que puede acarrear la dinámica autodeterminista para cualquier discurso progresista-solidario en pleno neoliberalismo. Tanto para las clases subalternas catalanas y vascas, como para los territorios más pobres de España, así como para el propio proceso de integración europea, y para el ambiente que inevitablemente se generaría en toda Europa, y en España en particular, que el país pasara de convertirse en un nuevo estado fallido. Nadie parece querer arrostrar las incalculables consecuencias de la destrucción de una unidad estatal en la era neoliberal a pesar de los precedentes de los Balcanes, de Irak, de Siria o de Libia ¿La avestruz que mete la cabeza en la arena?

Si se admiten los argumentos de los secuestradores, también hay admitir que la lucha social y la lucha nacional van de la mano en España de la misma forma que lo fueron en Cuba y otros territorios similares. Consecuencia: hay que apoyar a los independes en su noble lucha de emancipación nacional, pero aparentemente no por razones identitarias o de egoísmo territorial, sino porque también se trataría de una lucha de emancipación social. La razón es que -así el truco pretendidamente astuto de los secuestrados enamorados de sus secuestradores- dicha lucha mejorará hipotéticamente las posiciones estratégicas de la izquierda en el conjunto de España pues debilitará -se supone- a la "oligarquía madrileña" que representaría el principal pilar del "capitalismo oligárquico español". Todavía en junio de 2019 algunos dirigentes de Unidas-Podemos declaraban que “hay que incorporar a Esquerra Republicana a una política progresista de Estado” sin ver (¿aún?) lo más evidente: que el objetivo de Esquerra es romper dicho Estado con todos los medios a su alcance -incluía la izquierda secuestrada- aunque dándole caramelos de republicanismo y antifascismo de salón para que siga sin quejarse de su condición de secuestrada. Unidas-Podemos ha visto en estos caramelillos la confirmación del éxito de su astuta estrategia basada en el intento de utilizar a sus secuestradores, aunque sin darse cuenta de que son estos últimos los que verdaderamente tienen el control de la situación, los que acumulan más recursos y experiencia política, en definitiva, los que están utilizándoles a ellos. La ambigüedad del concepto “pueblo”, que sirve tanto para fundamental un demos democrático -”todos somos iguales”- como para fundamental un ethnos excluyente -”el pueblo somos nosotros frente a ellos”-  facilita el intercambio de roles entre secuestrados y secuestradores sin que aquellos se percaten de su condición hasta que ya sea demasiada tarde y haya sido  declarada la independencia. Un amigo de Izquierda Unida me intentaba convencer aún hace algunos meses que el antiguo dirigente de Esquerra-Unida i Alternativa, Joan Josep Nuet, en realidad no tenía nada de independentista, que sólo estaba usando a los indepes para sus incuestionables objetivos progresistas. Para cientos de miles de catalanes, que le dieron su voto a En Comú-Podem pero que ahora se niegan a hacerlo, las cosas están sin embargo muy claras desde el principio y saben muy bien, a diferencia de los argumentos de mi amigo madrileño de Izquierda Unida, que los que tienen la sartén por el mango son los indepes. Consecuencia: muchos prefirieron dar su apoyo a Ciudadanos a cambio de una pizca de claridad en este punto, una claridad que ni siquiera les daba el PSC de Iceta pero que, para ellos, resulta existencial.

Seamos justos: la alianza sentimental con los nacionalistas que engrasa el secuestro de la izquierda viene de lejos y afecta, incluso, a muchos votantes socialistas que intentan demostrar su progresismo apoyándola con más o menos convencimiento. Los errores y equívocos como este no tienen consecuencias políticas graves cuando sus protagonistas reúnen menos del 10% de los votos, pero se convierten en sistémicos cuando los apoyos superan el 20% como fue el caso de Podemos, o cuando se pone en marcha una dinámica tan seria como la del procès  que obligó a muchos miles de ingenuos como mi buen amigo a abrir los ojos. Con un 20% de votos un error de este tamaño deja de ser un desliz discursivo para convertirse en un desastre como el que puede provocar un elefante metido en una cacharrería, y que incluye la consolidación de la ultraderecha. Algunos dirigentes de Unidas-Podemos aún decían, hace bien poco, que “el problema de la ultraderecha en Europa es mucho más grave que el del independentismo en España” o que "gracias a Podemos no tenemos ultraderecha en España" sin caer en la cuenta -por lo demás fácil de hacer- de que el auge de Vox es, en gran parte, el resultado lógico y previsible de la exacerbación del problema nacional que Podemos no ha sabido ni querido frenar sino que, más bien al contrario, lo ha venido alimentando desde su condición de secuestrado feliz. El auge de Vox es una prueba más de que la dinámica nacional no lleva en una sociedad como la española al avance en temas de justicia social, sino a una dinámica identitaria bipolar que empuja exactamente en un sentido contrario. 

Hacia la construcción de un nuevo demos

¿Qué hacer? La agenda nacional, cuando se impone en los territorios ricos no arrastrará nunca una agenda de solidaridad y emancipación social tras de sí, y menos aún en un momento hipercompetitivocomo el actual. El problema del estado se presenta hoy en un contexto completamente distinto al de antes de la segunda guerra mundial, incluso al de antes de la restauración neoliberal en los años 1980, pues se ha convertido en el único espacio institucional con capacidad de hacer frente a los grandes retos sociales, ambientales y políticos a los que se ven abocados los ciudadanos y las generaciones venideras. La integración europea ya permite hoy abordar -al menos potencialmente- la solución de problemas conjuntos como la presión de los mercados financieros o las políticas medioambientales, pero hay muchos otros en los que la UE sólo va a poder complementar a los estados antes que sustituirlos: el auge del nacionalismo refleja esta realidad altamente paradójica. El que la agenda nacional le haya sido impuesta a las fuerzas progresistas, no justifica que estas escondan la cabeza bajo tierra negándose a afrontar el reto que les impone las circunstancias. En el mundo de la política, los actores no eligen los problemas y las situaciones a los que tienen que hacer frente, y si los nacionalistas han conseguido imponer su agenda tras cuatro décadas de andadura democrática, no sirve de nada decir que “las identidades no importan” o que “las naciones ya no cuentan”, sino que hay que recoger el guante, tomar nota del escenario fáctico y tratar de responder con una contra-agenda dotada de capacidad de hacerse hegemónica. En ese sentido el procès también ha tenido efectos positivos. En primer lugar ha obligado a desbanalizar, por fin, el problema nacional y el llamado “derecho a la autodeterminación” pues los hechos han desvelado un precipicio que muchos no querían ver o que  consideraban inocente, lejano y metafísico. En segundo lugar ha puesto en la agenda política la necesidad de abordar la tarea, pospuesta en 1978 por razones que ahora no vienen al caso, de crear un demos pilares identitarios comunes. En tercer lugar ha obligado a todos a posicionarse frente a la pregunta de si merece la pena o no apostar por mantener un país unido y solidario, y a explicar las razones de su decisión.

La tarea que ahora toca abordar crea un problema para la izquierda que, en parte, explica su intento de esquivarlo durante tantas décadas: en sociedades capitalistas desarrolladas la construcción de un demos exige de un consenso político amplio que va desde la izquierda hasta sectores relevantes de los espacios liberales y conservadores, un consenso sin el cual es difícil salvar hoy una agenda progresista lo suficientemente perdurable como para que pueda llegar a ser efectiva. Es verdad que la agenda nacional -y ese consenso político amplio sería una suerte de agenda nacional- tiende a secuestrar efectivamente la agenda social como hemos visto. Con una excepción: cuando la construcción de un nuevo demos se propone  la creación de un espacio de solidaridad en sustitución de otro en el que domina la competitividad, como es el caso de  hoy en España. El problema territorial contemporáneo no surge en España en los territorios pobres que se ven desahuciados en sus recursos y su lengua por los territorios ricos, sino justamente al revés: se trata de territorios, y más concretamente de las clases medias de dichos territorios, que sufren una sensación de inseguridad y depauperación tras la crisis de 2008, y que pretenden abordar la situación reduciendo la fraternidad/solidaridad a los “suyos” siguiendo un patrón muy similar al de los partidos de la ultraderecha europea que defienden el estado del bienestar, pero sólo para los que ellos consideran los “nuestros” en función de criterios étnico-lingüísticos.
 

El  arrinconamiento político del PP en dichos territorios tiene mucho que ver con su ultraliberalismo  -exacerbado aún más en el partido Vox-, un ultraliberalismo que resulta incompatible con la construcción de cualquier comunidad política que aspire a ser algo más que una mera suma de individuos sueltos o un montón de ideas metafísicas como las que proliferaron en el último tercio del siglo XIX en toda España, Cataluña y el País Vasco incluidos. Dicho ultraliberalismo se ajusta a los esquemas identitarios excluyentes que hoy se extienden tanto al norte como  al sur del Ebro, y que alimentan un orden competitivo muy similar al que una parte de las élites occidentales quieren imponerle al resto del mundo, un propósito que, en su versión más radical, representa Trump, pero que, en versiones más educadas, ha colonizado las cabezas de muchos dirigentes occidentales. Si los sectores foralistas del Partido Popular pueden  recuperar terreno electoral para hacer frente a su caída, es porque el foralismo trabaja con una cierta noción de solidaridad, aún cuando esta guarde fuertes conexiones con el ethnos de los propios nacionalistas. El problema de fondo de los liberales, que bloquea completamente su capacidad de encabezar la construcción de un nuevo demos, es que, si bien apoyan la “libertad” y, aunque menos, también la “igualdad” de todos los ciudadanos en el demos, no tienen respuesta alguna para encajar la tercera pata del republicanismo moderno: la de la  “fraternidad”. Con ello abrazan un republicanismo arcaico más propio de las seudodemocracias liberales del siglo XIX, que de las democracias sociales creadas tras la segunda guerra mundial y en España en 1978. Si los partidos liberales quieren influir en el debate teritorial -y en España resultan tanto ellos como los conservadores esenciales para conquistar los consensos que requiere la construcción de un nuevo demos- tienen que "socialdemocratizarse" en cierta medida como ya lo hicieron inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Desde luego es del todo imposible que puedan hacerlo si no sustituyen a los radicales Hayek y a Friedman, por la tradición del liberalismo humanista con vocación de solidaridad representada por autores como John Rawls o Keynes. Hoy por hoy la deriva de Ciudadanos en su acercamiento a Vox y al PP de Casado, no permite ser optimistas en este sentido, aunque los resultados electorales han dejado entrever, que dicho acercamiento puede llegar a costarles mucho más caro de lo previsto. No se puede descartar, sin embargo, que se produzca una división tectónica dentro del mundo liberal entre liberales radicales y liberales humanistas tal y como sucedió en el período de entreguerras.

Obviamente la reivindicación de la fraternidad/solidaridad, que es el eslabón perdido del demos español del siglo XIX, coloca a las fuerzas políticas progresistas en la delantera. Pero no se trata de hacer partidismo: el espacio político -o la suma de espacios políticos- que consiga(n) colocar encima de la mesa una propuesta de demos en la que libertad, igualdad y también fraternidad queden asegurados en una suerte de unidad indivisible, conseguirá(n) hacerse hegemónicos en la mayoría de los territorios de España, pues habrá dado con la fórmula para darle una salida al problema nacional. Los espectaculares resultados electorales de Podemos en Cataluña y el País Vasco, luego dilapidados con su acercamiento al independentismo, tienen mucho que ver con la esperanza que despertó entre amplios sectores de la población con identidades mixtas, identidades de las que muchos ciudadanos no están dispuestos a prescindir en ningún caso. Fueron justamente los votantes de las clases populares los que catapultaron a Podemos al primer lugar en Cataluña pues eran y son los principales beneficiados de un orden político en el que la fraternidad -en definitiva la redistribución de la riqueza- no tenga un papel testimonial. Crear un demos compartido no implica arremeter frontalmente contra los demos autonómicos particulares creados al amparo del Título VIII. Pero el neoliberalismo ha alimentado unos demos autonómicos con formas "cuasiconfederales” (Nicolás Sartorius) de pensar y de actuar, un sistema en el que todos los territorios, y no sólo los gobernados por partidos nacionalistas, aspiran a establecer una relación bilateral con el Estado siguiendo el principio del “qué hay de lo mío”.

De lo que se trata ahora es de sustituir esta forma fragmentada e individualizante de concebir el demos estatal, y que -insistimos- guarda una relación estrecha con el modo neoliberal de concebir la economía, la sociedad y la política, por una visión entendida  como “proyecto de toda la casa” parafraseando al liberal Keynes, por una visión basada en la  articulación de un nuevo todo solidario a partir de la diversidad de los fragmentos que se han ido configurando a lo largo del último siglo y medio. En una sociedad altamente desarrollada e interdependiente, estos fragmentos pueden encontrar un acomodo no competitivo y no excluyente cuando la visión es esta y no, por ejemplo, la confederal, que a la dirección de Podemos le sigue pareciendo la única posible. En los tiempos de Pi i Margall la idea federal fracasó porque se enfrentaba a una sociedad  dominada por el  tradicionalismo particularista, sin apenas comunicaciones, sin un mercado integrado y con una presencia apabullante de los etno-lingüístico en casi todos sus poros y estamentos. Pero la sociedad tradicional y el aislamiento han sido liquidados por la modernidad, el país se ha convertido en una realidad social y cultural unificada, a pesar de que el estado de las autonomías haya creado una superestructura política que contradice dicha unificación, un espacio único en el que sexos, etnias, religiones y lenguas podrían convivir horizontalmente sin problemas. 

Por otro lado, la  burguesía catalana ya no representa los valores civilizatorios del capitalismo frente al inmovilismo de los terratenientes oligárquicos castellanos descrito por tantos y tan brillantes historiadores, y muchas ciudades españolas se han convertidos en polos de irradiación cultural y modernidad más comunicativos que  la Barcelona de los tiempos de Pablo Picasso y Antoni Tapies. No hay nada que legitime la perpetuación de la situación identitaria que hemos heredado del siglo XIX, nada real que impida dar un gran paso cultural y político hacia la construcción de un nuevo demos a la altura de la sociedad real que hemos heredado pues las identidades, como los estados y las naciones, no son entes naturales sino construcciones  políticas. Es verdad: en las sociedades tradicionales las identidades se van creando de forma ciega y espontánea con la práctica diaria, pero en el mundo moderno se crean de forma sistemática haciendo uso de los medios de comunicación y la escuela pública. La idea “de la casa nacional común”, que enlaza con la idea del “planeta común” y de las “aspiraciones e ideales comunes de libertad, igualdad y fraternidad”, podría  suprimir espacios institucionales redundantes y competitivos y, con ellos la mentalidad del chiringuito, de lo mío frente a lo de todos, en definitiva, las formas de pensar que hoy bloquean la aproximación solidaria a los grandes problemas que la humanidad tienen que resolver. De la misma forma que el sufragio universal ni borra ni tiene necesidad de borrar las particularidades de género, lingüísticas, raciales, religiosas, étnicas o culturales, sino que se eleva por encima de todas ellas para definir un nuevo espacio abstracto que llamamos "ciudadanía" en el que caben todas ellas haciéndolas “iguales”, tampoco es necesario que la diversidad lingüística, cultural, jurídica o idiosincrática que se da en España por razones históricas, tenga que desaparecer con la construcción de un demos apoyado en la indivisibilidad de los tres valores republicanos. A parte de un consenso básico, que ha de ser construido política y culturalmente en procesos deliberativos en el seno de la opinión pública y en las  instituciones y los partidos, resulta fundamental que el gobierno del Estado se convierta en el representante activo de ese todo, que sea él el que preserve la pluralidad, que esta no sea sólo el resultado de las luchas competitivas entre territorios, lenguas e intereses autonómicos. Ningún gobierno en España ha dado todavía paso alguno en esa dirección, hacia la preservación de las particularidades unida a su arracinamiento solidrio.

Crear un demos de ese tipo pasa por definir un relato histórico, cultural, normativo y también lingüístico consensuado, y que es el que tendrían que aprender  todos los niños de España sea cual sea el lugar en el que crezcan y vivan. Significa crear una cultura plurilingüe en todo el territorio  en el que nadie niegue la naturaleza antidemocrática del golpe de estado de 1936, pero en el que nadie pueda defender tampoco el supremacismo y el racismo que anida en determinadas identidades centrales y periféricas . Un demos en el que nadie se sienta intimidado porque Luis Vives, Santa Teresa, Cervantes o Francisco de Rojas fueran de origen converso, por el hecho de que el Al Andalus musulmán del siglo XII fuera el momento de máximo esplendor filosófico, científico y cultural de Hispania. Un demos en  el que todos estemos de acuerdo en que resulta ridículo afirmar cosas como que España ya era católica antes del nacimiento de Cristo, en que Fray Hernando de Talavera y Bartolomé de las Casas quizás sean las referencias normativas más ajustadas al tipo de país que queremos para el futuro,  en que la tradición cosmopolita de la Institución Libre de Enseñanza ha permitir efectivamente enriquecer a todo el espectro ideológico del país y no sólo a los progresistas, en que el siglo XIX y sus consecuencias ideológico-identitarias no son el punto final de nuestra historia.

No será posible hacer nada de todo esto sin re-conocer y sin conocer la realidad española o confundiéndola con otras experiencias históricas. La utopía es un referente que sirve para definir la dirección de la ruta por recorrer, pero nunca puede ser un instrumento analítico eficaz para organizar de forma efectiva los pasos que hay que dar para acercarse a ella. Concebir el estado español contemporáneo como algo parecido al estado zarista de 1917 o al estado nacido de un golpe de estado de 1936, o confundir la próspera Cataluña del siglo XXI con un país colonizado y ocupado,  es alimentar la frustración, alejarse de la realidad que viven los ciudadanos todos los días, y anticipar fracasos políticos innecesarios. Construir un demos federal significa, por tanto también un acto de realismo, de descuelgue de la ontología y de la metafísica nacional que alimentan el ethnos a costa del demos. Si las fuerzas progresistas tomaran la delantera podrán conectar con zonas muy amplias del país real empujando su centro de gravitación política de nuevo hacia la izquierda. La solución española podría convertirse, además, en una contribución innovadora a la creación de un demos democrático en una Europa con capacidad de gestionar y defender su diversidad. En el mundo competitivo de ahora dominado por visiones particularizadas y unilaterales quizás todo esto recuerde a la guerra de España contra el fascismo, que consiguió aglutinar las esperanzas de humanización para millones de demócratas de todo el mundo.



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