Introducción
España, junto
con Portugal, Grecia, Italia e Irlanda, forma parte del grupo de países
europeos más afectados por la crisis financiera: los llamados “PIIGS”. Sus
sistemas políticos, económicos y sociales están atravesando cambios
estructurales cuyo final no es fácil de predecir. Irlanda es un caso muy
particular, pero los cuatro países restantes tienen muchas características en
común y comparten experiencias históricas comparables. Sin embargo, también el
caso de Italia es distinto en algunos aspectos importantes.
Se trata de un país
fundador de la Comunidad Europa y siempre ha tenido un poder de negociación
política superior al del resto. Su modernización económica, política e
institucional se ha producido en el marco de tres décadas de capitalismo
regulado y ha estado insertada en pactos políticos y sociales vigentes durante
más de dos generaciones. Estos pactos incluían un sistema libertades políticas
y de derechos individuales, un (mínimo) equilibrio de intereses entre capital y
trabajo, así como el desvío de una parte de los frutos del incremento de
productividad a la expansión de los mercados interiores y a elevar el consumo
de sectores amplios de sus poblaciones. Incluía también la unificación de las
condiciones de vida en todo el territorio nacional a través de inversiones
públicas en infraestructuras (vías de comunicación, centros de salud y de
educación financiados con impuestos etc.), así como la creación de una base productiva
con capacidad de absorber la fuerza de trabajo liberada por una liquidación
gradual y regulada de su sector tradicional. De esta política se ha beneficiado
sobre todo la población rural que ha recibido una transferencia sostenida de
recursos a través de la Política Agraria Común, transferencia que le ha
proporcionado un “nivel de vida equitativo” (Art 39.1,b del Tratado de Roma).
Las políticas de apertura gradual a los mercados mundiales explican la creación
de un sector exportador altamente dinámico e innovador que se ha ido
consolidando durante las décadas de “capitalismo regulado” gracias a una lira
crónicamente devaluada y unas políticas de apoyo a la industria comparables a
las que se dieron en otros países fundadores de la Comunidad Económica Europea
como Alemania o Francia. Esta capacidad exportadora ha mantenido la balanza de
pagos razonablemente equilibrada a lo largo de muchas décadas, incluso tras la
crisis de 2008, y a pesar de que la deuda pública italiana sobrepasa hoy el
160% del PIB (Horn et al 2012: 4).
Ni Grecia, ni
Portugal ni España (a partir de ahora “PEGs”) han accedido a la modernidad
capitalista en condiciones comparables a estas. Los tres accedieron
históricamente tarde al fordismo y lo han hecho fuera del marco de los grandes
pactos destinados a domesticar la modernización capitalista. Cuando se han incorporado a la CEE (Grecia
en 1981, Portugal y España en 1986), dichos pactos ya empezaban a perder
vigencia incluso en el núcleo del capitalismo centroeuropeo y a partir del
Tratado de Maastricht se aceleró su cancelación en todo el Continente. Este
acceso tardío a un capitalismo domesticado, es decir, en un momento en que
dejaba de estarlo cada vez más en el resto del mundo occidental, elevó
considerablemente el coste que tuvieron que pagar por la integración en la
CEE.
¿Hacia un bloque
mediterráneo?
Mi argumento es el siguiente: las trayectorias históricas de los PEGs
los colocan en posiciones comparables dentro de la actual coyuntura política y
financiera. La degradación de sus sistemas sociales podría llevar a la
conformación de nuevas mayorías opuestas a las políticas austeridad y a los
pilares ideológicos que las sustentan. Sin embargo, es altamente improbable que
se puedan enfrentar por separado a estas políticas con posibilidades de éxito,
lo cual pone encima de la mesa la necesidad de crear un frente común. Este
frente podría sumar un peso político y económico suficiente para forzar un
cambio de las políticas de austeridad, vincular el pago de la deuda al
crecimiento económico y poner en marcha un plan de inversiones públicas con
capacidad de generar empleo en el marco de la reconversión social y ambiental de
todo el Continente. Más concretamente: un frente europeo-mediterráneo:
(1)
colocaría a sus
países en una posición negociadora mucho mejor derivada del volumen de su su
deuda externa, cuya amenaza de
impago podría arrastrar al abismo a todo el sistema financiero europeo y
mundial. Este escenario tendría un coste muy elevado para los PEGs, pero sería
incluso mayor para los acreedores de forma que es improbable que estos
arriesgen la posibilidad que se produzca.
(2)
Los PEGs unidos
tendían más posibilidades de forzar una conferencia internacional similar a la
de Londres de 1953. En esta conferencia, que terminó con la firma de un acuerdo
multilateral, se acordó vincular el pago de la deuda externa contraía por
Alemania desde la Primera Guerra Mundial con los Estados Unidos, Reino Unido y
Francia, al crecimiento económico y el desarrollo de sus capacidades
productivas. La razón no fue el repentino humanitarismo de las potencias
occidentales, sino la posición de fuerza que, inesperadamente, pasó a tener
Alemania Federal dentro de la nueva estrategia militar de contención del bloque
socialista. El argumento de Alemania era que no iba a poder hacer frente a sus
compromisos militares si no se renegociaba su deuda y que una Alemania Federal
económicamente débil y deprimida podría erosionar la imagen del capitalismo en
perjuicio de todo el mundo occidental. El llamado “milagro alemán” habría sido
imposible sin esta conferencia pues el país nunca habría despegado como lo hizo
si no hubiera conseguido renegociar el pago de su deuda y no se le hubieran
condonado unos 14.600 millones de marcos. Los PEGs no van a poder desarrollar
nunca un poder suficiente por separado equivalente al que tuvo en su momento la
RFA para forzar una conferencia como esta. Al ocupar espacios geoestratégicos
centrales para la Alianza Atlántica su suma podría, sin embargo, tener un
efecto suficiente al de la existencia de los países socialistas en los años
1950.
(3) Alemania, la nueva potencia hegemónica en Europa,
necesita seguir vinculando su sistema monetario al de las economías más débiles
de sur con el fin de mantener una moneda devaluada en beneficio de sus
exportaciones, para recuperar la mayor parte posible de sus préstamos y para
evitar una posible implosión de toda la zona euro debido al efecto contagio
provocada por una salida unilatertal de uno de los PEGs. Si estos se unieran en
una estrategia común, podrían amenazar con crear una moneda propia (el eurosur). Este paso tendría
consecuencias negativas y positivas que hay que evaluar (por ejemplo encarecería
el endeudamiento externo y los costes energéticos) pero, en cualquier caso,
provocaría una crisis profunda de la estrategia exportadora alemana debido a la
rápida revaluación del hipotético euronorte.
Esta situación rompería los
consensos internos de aquel país, que incluyen a una parte de su
movimiento sindical y afectaría dramáticamente a los sistemas de compensación
intraeuropeos (Target II) en perjuicio de Alemania. Es más que razonable pensar
que, para evitarlo, las élites alemanas accedan a liberar los recursos –aunque
mínimos- necesarios (Kulke 2012).
(4)
Pero es altamente
improbable que, al menos en la actual situación, ni Alemania ni el resto de los países exportadores liberen
recursos para que los PEGs puedan crear una base productiva autocentrada que
les permita financiar de forma sostenible los consensos políticos y sociales de
sus jóvenes democracias (id.). Si hay alguna posibilidad de conseguirlo es
modificando la correlación de fuerzas que se da hoy en Europa. Una política solidaria tendía que
definir una nueva división europea del trabajo y revisar las grandes reglas que
regulan hoy las relaciones económicas entre los países europeos. Es altamente
improbable que esto se llegue a dar si los beneficiarios principales del cambio
-los PEGs- no acumulan un poder de negociación suficiente.
(5)
Sólo si se
trastocan algunas de las columnas del que vamos a llamar “proyecto atlántico”
(ver abajo) hay posibilidad de avanzar hacia un modelo productivo alternativo.
En los PEGs, pero no en el resto de los países de la UE, se está produciendo
una erosión simultánea del apoyo electoral a los partidos del consenso
altántico. Esta sincronización del ciclo político en el sur acerca la
posibilidad de actuar conjuntamente.
(6)
Los PEGs pueden
jugar con la baza de sus relaciones privilegiadas con América Latina (Portugal
y España) y con el mundo árabe y Rusia (Grecia), a parte de con la de la
importancia estratégica del espacio del Mediterráneo y de algunas zonas de
África de fuerte influencia portuguesa.
El problema de la
asimetría
Las élites portuguesas, españolas y griegas se han comprometido con
el proyecto atlántico a lo largo de los últimos 30 años. Desde la irrupción de
la crisis de 2008 -y también antes- han dado suficientes muestras de que
anteponen los intereses de una parte minoritaria de sus poblaciones a los de
las mayorías sociales, de que han cancelado de facto los consensos de las
transiciones democráticas. Sus propuestas no pretenden defender a sus
sociedades frente a los intereses de los grandes exportadores europeos y de las
burguesías patrimoniales del planeta. Más bien pretenden imponerlos de forma
aún más consecuente que hasta ahora. Tanto hacia dentro de sus propios países
(desvío de fondos públicos para sanear la banca sin apenas contraprestación política, políticas de deflación de
precios y salarios, “devaluaciones internas” etc.) como hacia fuera (aumento de
la agresividad comercial, prioridad añadida de los intereses de las grandes
multinacionales, guerras monetarias latentes etc.). Su objetivo es imponerle a
terceros países (aún) más vulnerables aquellas políticas de las que ellos
mismos han venido siendo víctimas hasta ahora. El objetivo es reproducir la
política alemana de los últimos quince años: crear puestos de trabajo y consolidar
la legitimidad política de los propios gobiernos a costa de robarle ambas cosas
al vecino.
Esta dinámica coloca a las dos economías más vulnerables del sur
(Portugal y Grecia con 22 millones de habitantes entre las dos) en una posición
particularmente delicada y frena la posibilidad de que el país más grande,
España (47 millones) acepte a incorporarse a un bloque solidario en el sur.
España es un competidor directo de ambos países en muchos sectores y su
potencial económico es mayor, lo cual le hacer albergar esperanzas de la
aplicación del modelo alemán en perjuicio de los países más pequeños y débiles,
entre ellos Portugal y Grecia. Pero España no las tiene todas consigo si quiere
imitar el modelo alemán:
(1) No tiene mucho tiempo: el
desempleo podría estabilizarse alrededor del 25% y se discute con temor la
posibilidad de un estallido social incontrolable alimentado, además, por los
casos de corrupción del actual partido en el gobierno y los problemas generados
por la dinámica identitaria desatada en Cataluña.
(2)
Varios gobiernos latinoamericanos comprometidos con sus propias
poblaciones están frenando las agresivas estrategias de las multinacionales
españolas en América Latina. Esto está llevando a una reducción de los
beneficios de las multinacionales españolas activas en este continente a sus
casas matrices, así como a una caída de su capitalización bursátil. La exploración de mercados alternativos
en la India, China o los países del Golfo, ha generado a una recuperación de la
balanza por cuenta corriente. Pero esta no se debe tanto a la recuperación de
la competitividad como a la extraordinaria depresión de la demanda interna. En
cualquier caso: el aumento de las exportaciones no han creado empleo y es
improbable que lo hagan en el futuro de forma comparable a como lo ha hecho el
tejido empresarial alemán: el modelo de exportaciones agresivas tienen sus
límites.
(3) Los estándares laborales,
ambientales y urbanísticos ya son muy bajos en España de forma que es
improbable que una reducción adicional de los mismos, que es lo que hoy plantea
el gobierno del Partido Popular, puedan forzar un nuevo ciclo de crecimiento
basado en el sector de la construcción y que este tenga efectos comparables
sobre el empleo al que se inició hacia 1997. Es verdad: la crisis no ha debilitado
sino que ha reforzado la polarización en la distribución del ingreso lo cual se
va a convertir, antes o después, en una recuperación del sector inmobiliario
con fines especulativos (la recuperación de la bolsa ya está en marcha). Pero
es altamente improbable que esto conduzca a una situación que vaya mucho más
allá a la de un persistente “equilibrio estacionario” sin apenas crecimiento y
creación sustancial de empleo. Esta persistencia va a erosionar las actuales
políticas económicas.
(4) La crisis está agudizando el
problema de la configuración estatal de España. El apoyo al soberanismo por
parte de sectores de las clases medias empobrecidas está creciendo en algunas
regiones ricas como Cataluña. Es improbable que con semejante problema interno
los gobiernos puedan apretar mucho más a su población para imitar el modelo
alemán: el margen de maniobra político para aplicar políticas a impopulares
tiene también esta limitación. Es verdad: la dinámica nacional tiene una gran
capacidad de secuestrar la agenda antineoliberal, lo cual le da un respiro a
las políticas de austeridad. Pero la sensación generalizada que hay en España
(o el “Estado español”) es que algo importante tiene que cambiar en el plano
institucional, que algún melón se va a tener que abrir. También esto debilita
el statu quo actual obligando a tomar decisiones ofensivas (ver http://asteinko.blogspot.com.es/search?q)
Por tanto: hay argumentos para pensar que España, el país con más
población y recursos de los tres, también podría tener un interés estratégico
en mover ficha, en incorporarse a un bloque de países con capacidad de forzar
un cambio en Bruselas/Berlín. Si este lograra articularse, no es descartable un
cambio en la opinión pública
italiana a favor de un ingreso en el eurosur
(Italia es un país altamente exportador que mejoraría sustancialmente su
competitividad con una devaluación de su moneda). El riesgo, que siente
sobre todo Francia, de que esta situación llevara a Alemania a iniciar una
andadura por separado dentro de Europa, parece asumible. Otro “Alleingang” (andadura unilateral) de Alemania, por ejemplo dando
por amortizada la carta europea y orientándose exclusivamente a los mercados
emergentes, no parece consensuable hoy en
ese país: el pasado sigue pesando demasiado y las incertidumbres de una
aventura de este tipo son demasiado grandes: Alemania se
ha hecho extremadamente dependiente de los mercados internacionales, lo cual
reduce su margen de maniobra política.
Para que estas propuestas no se queden en voluntarismo, habría que
demostrar que los tres países comparten trayectorias y bloqueos históricos
comunes, y que estos pueden ser superados mejor o de forma más realista si se
hace conjuntamente. La cuestión central no es, por tanto, si salirse o no del
euro o qué hacer con la deuda. Lo principal es cómo, con qué y con quién crear
una estructura económica y laboral con capacidad de financiar de forma
perdurable un orden político y social justo, democrático y sostenible, y
partiendo de las trayectorias y realidades sociales concretas de nuestros tres
países. Esto obliga a hacer un diagnóstico común. Hay, al menos, tres aspectos
que habría que analizar comparativamente: a.) el acceso a la modernidad en
nuestros tres países y sus consecuencias; b.) la naturaleza de sus “élites” y
de sus clases empresariales; y c.) la naturaleza y la función de sus Estados.
Aquí sólo vamos a poder desarrollar el primer punto, los demás quedan
pendientes para otra ronda.
1.
Proyecto europeo y restauración atlántica
Las fuerzas de la “izquierda” eran claramente hegemónicas en
nuestros tres países tras el fin de sus dictaduras. Por “izquierda”
entendemos aquí aquella parte de
la misma que proponía ir más allá del proyecto de “economía social de mercado”
consensuado entre la democracia cristiana y la socialdemocraica europeas tras
la Segunda Guerra Mundial. Era un proyecto -o un grupo de proyectos- económicamente intervencionistas,
con un inequívoco acento anticapitalista e igualitarista, aunque no
necesariamente revolucionario sino más bien gradualista (Maravall 1982). En el
Portugal postrevolucionario y en Grecia ese “más allá” se denominaba
“socialismo”, en la España de la transición se denominaba “democracia social
avanzada” o de forma similar.
Fin de las dictaduras y
opciones políticas
Es verdad: en cada país se entendía algo distinto por ese “más
allá”, pero en todas las izquierdas, que incluyan los partidos comunistas, los
socialistas de izquierdas, incluso sectores muy relevantes de la
socialdemocracia organizada, el proyecto incluía los siguientes ejes: a.) la
impugnación de la propiedad privada de los medios estratégicos de producción,
principalmente aquellos en manos de las oligarquías nacionales que apoyaron los
regímenes dictatoriales; b.) la impugnación del monopolio de la propiedad
privada en la gestión empresarial en el marco de una economía mixta en la que
el sector público debería tener un papel estratégico a desempeñar; c.) un
modelo económico al servicio del pleno empleo y de las necesidades sociales de
las mayorías, sobre todo de las más necesitadas; d.) la creación de una base
productiva nacional y un sistema fiscal progresivo destinado a financiar un
sistema público de bienestar de forma sostenible; e.) un sistema
político pluralista basado en la participación directa y continuada de sectores
amplios de la población y que incluía una democratización fuerte del Estado;
f.) neutralidad militar.
La mayoría de estas reivindicaciones no eran tan revolucionarias
como pretendieron las élites de la época y muchas ya eran hacía décadas una
realidad en varios países del capitalismo renano. Pero su significado en el sur
de Europa era distinto. Abrían la
posibilidad de desbloquear algunos de los escollos que habían impedido crear
desde hace décadas sociedades justas e igualitarias. Lo que hizo saltar todas
las alarmas en los centros del poder transatlánticos no fue tanto su
radicalidad, sino la posibilidad de que abriera una senda de desarrollo en el
sur de Europa que quedara fuera del control de los grandes actores económicos,
políticos y militares occidentales (para el caso portugués: Morrison 1981:
27s., para el español: Garcés 2012: cap. 4).
El área mediterránea ha tenido siempre un fuerte valor estratégico
para los intereses
transatlánticos, pero tras la revolución iraní y el triunfo electoral de Ronald
Reagan (1980) se produce una militarización adicional del Mediterráneo y de las
estrategias de seguridad occidentales. El proyecto atlántico incluía otros
aspectos no directamente militares, muchos de ellos recogidos en los documentos
de la OCDE, una organización en la que habían ingresado las tres dictaduras
hacía ya varias décadas. Pero la incorporación al paraguas atlántico era una
línea roja que separaba a la izquierda del resto de opciones políticas, bien
fueran de centro-izquierda, de centro-derecha o incluso de la (ultra)derecha.
Las tres eran minoritarias por esas fechas en nuestros países y todas ellas
compartían la aceptación del paraguas atlántico. Esta aceptación, muchas veces
pactada a espaldas de sus electores, era compatible con el radicalismo verbal
de muchos líderes destinado a
ganarse apoyos desde la izquierda (para el PASOK
Moschonas/Papanagnou 2007). La incorporación o no al paraguas atlántico era la línea roja que
separaba dos grupos de apuestas políticas antes que el posicionamiento en el
conflicto este-oeste. Por ejemplo había sectores intermedios tanto dentro del establishment político como dentro de la
propia izquierda (“tercermundistas”, “eurocomunistas”) que intentaron situarse
fuera de dicho conflicto sin poder conseguirlo. La desestabilización del
gobierno de Adolfo Suárez en España, que culminó con el extraño intento de
golpe de Estado de 1981, tiene mucho que ver con su apuesta por mantener al
país en un espacio de neutralidad militar. Suárez se apoyaba en la opinión
pública mayoritaria para apoyar su neutralismo, pero también en el antinorteamercanismo de un sector de la
derecha española (Garcés 2012, Grimaldos 2006)[2]. El problema
era que bloque atlántico no dejaba espacio para matices: o se estaba a favor o
se estaba en contra. La dicotomía del todo o nada marcó la dinámica del
referendum español sobre la OTAN de 1986, pero también la forma de abordar la
reunificación de Alemania o la destrucción de la opción Gorbatchow para la
URSS.
Naturalmente: tampoco el proyecto atlántico era/es uniforme. Incluye
una banda política lo suficientemente ancha como para permitir una alternancia
en el poder (bipartidismo), pero todas sus “versiones” incluyen una serie de
ejes estratégicos que definen un férreo consenso de fondo. Muchos de estos ejes
fueron elaborados en los años 1960 por
think tanks y adoptados
después por la Comisión Trilateral (ver Lippman 2003, Bell 1960 y Huntington
1968. En España: Fernández de la Mora 1971). Definían -y siguen definiendo tras la implosión de la Unión
Soviética- el núcleo duro del bipartidismo que aún sigue vigente (Garcés 2012:
175). Son las líneas rojas de lo que en España se denomina “el sistema”[3]
y que aquí vamos a llamar “el consenso atlántico”. Su legitimidad está viéndose
muy afectada por la crisis de 2008 colocando a los PEGs frente a una nueva
encrucijada histórica.
Los principales ejes del consenso atlántico son los siguientes: a.)
modelo económico basado en la propiedad privada y consideración del sector
público como actor sólo provisional destinado a abrir oportunidades de negocio
para aquella; b.) monopolio de la propiedad en la gestión de las empresas; c.)
reducción de la política a gestión
“técnica” del orden existente y reducción de la participación ciudadana a sus
expresiones indirectas e intermitentes a través de partidos y listas
electorales, si es posible, cerradas (minimalismo democrático[4]); d.) creación de condiciones para el
libre flujo de los capitales productivos y financieros; d.) integración en la
OTAN. La creación de un sistema fiscal más o menos progresivo también forma
parte de este proyecto, pero la acción redistributiva del Estado depende
enteramente de la capacidad del sector privado de acumular capital y generar excedentes (punto a.).
Resistencias al proyecto
atlántico
La neutralización de la propuesta alternativa no era una empresa tan
fácil como puede parecer hoy. La
tradición de la izquierda y no la de la “economía social y de mercado” era la
que había alimentado políticamente a la oposición democrática en los tres
países. En Portugal ni siquiera existía un partido socialista histórico y el PS
de Mario Soares fue creando de la nada con dinero de Bonn y el apoyo de la CIA
(Garcés 2012: 163). El PSOE había sido el “partido socialista más radical de
Europa” (Eley 2002) pero su implantación en España era casi nula hacia 1975. La
mayoría de los socialistas españoles históricos y no históricos -Rodolfo
Llopis, Javier Solana, Joaquín Almunia, Fernando Morán- incluso algunos miembros
de gobiernos conservadores -Josep
Piqué, Andreu Mas Colell- eran marxistas en aquella época o incluso comunistas
o maoistas. Felipe González tuvo que dar un golpe de timón dentro del PSOE
-otra vez con el apoyo económico masivo de Bonn- para poder hacerse con el
control del Partido frente al marxismo mayoritario (congreso de 1979). El PASOK
siguió practicando un discurso radical y “tercermundista” incluso en los años
1980, cuando PSOE ya habían hecho su Bad Godesberg hacía bastantes años (el PSP es, desde su mismo nacimiento,
un genuino producto Bad Godesberg). El PASOK era atacado por la derecha griega
como un partido de la “izquierda de la izquierda”, acusado de ser un partido
radical, populista y tercermundista, anti-CEE, antinorteamericano y fuertemente
comprometido con la “soberanía nacional” (Moschonas/Papanagnou 2007: 87). Tras
la revolución del 25 de abril en Portugal (1974) y el fracaso de la
contrarrevolución del Presidente Spínola, se produjo una radicalización de la
sociedad portuguesa encendiendo todas las alarmas de los gobiernos occidentales
(Agee 1979, Grimaldos 2006). La radicalización en Portugal demostró, que resultaba difícil,
incluso peligroso políticamente, intentar destruir el proyecto de la izquierda
desde posiciones de la derecha. Esta conclusión le dio un mayor protagonismo a
la socialdemocracia alemana, que tuvo que emplearse a fondo para “crear un
curioso partido de la izquierda destinado a destruir a la izquierda” (A.
Grimaldos). Las sociedades del sur estaban tan escoradas a la izquierda que el
principal partido de la burguesía portuguesa tuvo que adoptar nombres con
evocaciones socialistas (Partido Social
Demócrata por el anterior de Partido
Popular Democrático). La derecha española no fue nunca capaz de crear un
movimiento conservador de masas de tipo democratacristiano (aunque sí la
burguesía vasca) y la adopción de
los nombres Alianza Popular y Partido Popular también tiene esta
explicación. Tampoco la Nueva Democracia griega lo tuvo fácil.
Tuvo que incursionar temporalmente en el campo de la socialdemocracia con el
fin de arrebatarle una parte del campo de la izquierda al PASOK (Pappas en
Mosconas/ Papanagnou 2007).
Desde luego, la fuerte militancia anticapitalista del sur de Europa
no es una cosa nueva. Hunde sus raíces en las desigualdades sociales, en la
ausencia de una burguesía con capacidad de poner en marcha un proceso de
desarrollo capitalista con margen de productividad suficiente para beneficiar a
una parte mayoritaria de la población etc. (ver Hobsbawm 1995: 136ss). A estas
razones históricas hay que sumarle el apoyo que recibieron las tres dictaduras
por parte de los países centrales del proyecto atlántico. El aislado régimen de
Franco recibió en los años 1940/50 un balón de oxígeno por parte de los Estados
Unidos en el marco de la doctrina Truman de contención del comunismo, balón que
resulto esencial para asegurar la continuidad del Régimen a largo plazo (Garcés
2012: 175ss). Los regímenes de Paganos, de Karamanlis y de Salazar recibieron
ayuda económica directa -y naturalmente también militar- en el marco del Plan
Marshall por razones idénticas. Tanto la Grecia monárquica
de Pablo I como el Portugal republicano de Salazar son socios fundadores de la
OTAN, y las dictaduras de España y Portugal ingresaron en Naciones Unidas en
1955 sólo gracias al muy activo apoyo de los Estados Unidos. El recelo hacia
las potencias occidentales también se explica por el trauma provocado por la
guerra civil en España (1936-1939) y Grecia (1944-1949), que generaron una
enorme destrucción de vidas humanas, patrimonio cultural e infraestructuras.
Las fuerzas democráticas perdieron dichas guerras debido a la masiva
intervención de las potencias occidentales a favor de las fuerzas
reaccionarias, en el caso de Grecia incluso después de haberla ganado
militarmente (desembarco británico en noviembre de 1944). En España fue
determinante, además, el apoyo de los sectores atlánticos -sobre todo
norteamericanos y británicos- a la
institución monárquica desde la década de los 1940 (Garcés 2010: cap. 4). Esta
apuesta por la monarquía contrasta con apoyo mayoritario de la población a la
República que en España evoca un régimen avanzado de justicia social y
soberanía nacional (FOESSA 1970). Aunque la razón principal de ese
anticapitalismo probablemente haya que buscarla en las desigualdades que se
fueron acumulando en los años de la modernización autoritaria. Estos años
generaron traumáticos períodos de “crecimiento sin desarrollo” que hicieron
aumentar la renta per cápita en pocos años pero también los índices Gini hasta
alcanzar niveles propios de países del llamado Tercer Mundo (para España del
0,25 en 1955 al 0,42 en 1967: Alvarez Aledo 1996).
El proyecto atlántico acabó imponiéndose frente al proyecto
alternativo pero la crisis que se inicia en 2008 está erosionando algunos de
sus pilares. Los partidos que lo sustentan parecen incapaces de asegurarlo sin recurrir a prácticas ilegales
(casos ininterrumpidos de financiación ilegal de los partidos, corrupción
política etc.) y en Grecia y España, pero potencialmente también en Portugal,
se están desplomando electoralmente tras más de treinta años de hegemonía
absoluta. Existe la sensación de que las bases económicas y políticas del
proyecto atlántico no son estables ni sostenibles a largo plazo. Esto explica la preocupación que han
despertado en las cancillerías occidentales los casos de financiación ilegal
del Partido Popular español, un tipo de problema que suele ser considerado
“interno”. La financiación ilegal, así como la corrupción de prácticamente toda
la cúpula directiva del Partido, podría reducir aún más la legitimidad del
gobierno encargado de aplicar los duros programas de ajuste impuestos por
Bruselas/Berlín en un país con 45 millones de habitantes[5] y provocar la
ruptura de la cadena de la austeridad.
2.
La modernización destructiva del sector tradicional
Entendemos por “sector tradicional” un espacio -tanto geográfico
como social- en el que la
producción y el consumo, así como las formas de vida y de trabajo asociados a
ellos están aún preferentemente orientadas a los espacios locales y regionales
(Lutz 1984)[6].
La productividad es baja y las tecnologías empleadas más bien artesanales. La
organización de la vida gira alrededor de la familia -nuclear y extensa-, del
vecindario y de instituciones que obedecen más al patrón de las “familias
virtuales” que al de organizaciones formal-burocráticas (Clawson 1989, Petrakis
2012). La separación entre hogar y espacio laboral es aún escasa (parcela agrícola, talleres y pequeñas
empresas familiares, trabajadores autónomos que prestan servicios
exclusivamente locales etc.). Sin
duda hay explotación laboral (por ejemplo dentro del hogar, por parte de un
gran propietario agrícola o dentro de una empresa familiar). Pero esta no es de
tipo capitalista (puro), no se articula sólo o tanto a través del trabajo
abstracto pues el vínculo entre empleador y empleado no se basa sólo o
preferentemente en la relación mercantil. No hay una gestión racional y
sistemática de las actividades productivas o de la innovación tecnológica con
el fin de maximizar los excedentes sino más bien una “economía estacionaria”
fuertemente orientada a la amortización de las (más bien escasas) inversiones
en capital fijo y a mantenerse a flote. Esta es la realidad, por ejemplo, de
las pequeñas -o incluso muchas medianas- empresas familiares cuyos principales
empleados son hermanos, hijos, vecinos o amigos. Las relaciones entre
trabajadores y empresarios pueden
resultar disfucionales desde el punto de vista de la eficiencia capitalista,
pero no desde el punto de vista de la solidaridad y la reciprocidad (para las
PYMES españolas y su estructuración en forma de anillos ver Fernández Steinko
2010: 302ss.). Los sindicatos no
están apenas presentes con la excepción de los trabajadores más precarios situados en el anillo más
periférico de su organización.
La importancia que han tenido y siguen teniendo
estos espacios en los PEGs va más allá de lo microsociológico. En ellos se
apoyaron los proyectos corporativos de organización política (la Nación como
“gran familia” en los regimenes de Salazar, Primo de Rivera-Franco y Metaxas
pero también Mussolini). En ellos se siguen apoyando hoy las fuerzas
conservadoras para mantener su hegemonía ideológica y reflotar el proyecto
neoliberal. Esto se debe a dos razones. Primero (1) a su capacidad de proveer
servicios de bienestar en sustitución del mercado y del Estado. El Estado
depende de la organización política de la redistribución y/o el endeudamiento
(presupuestos públicos, recaudación, fiscalidad etc.) y el mercado depende de
unos ingresos salariales estables es decir, de una sociedad del trabajo
mínimamente saneada (ver Esping-Andersen 1990). Por el contrario, los servicios
de bienestar propios de los espacios tradicionales sólo requieren modelos
familiares estables, una fuerte división sexual del trabajo y formas
tradicionales de solidaridad (comunismo familiar aunque fuertemente machista).
Muchas de las prestaciones sociales (cuidado de enfermos, hijos, ancianos etc.)
las acaban realizando las mujeres -en España sobre todo las hijas mayores- a
costa de su emancipación laboral, de su incorporación a la actividad
remunerada, y a costa de la explotación no remunerada de su trabajo doméstico.
Pero estos espacios (segundo) tienen otra funcionalidad altamente sensible en
tiempos de crisis: los valores de solidaridad y reciprocidad, así como la moral
-es decir, la definición del “bien” y del “mal”- que le son propios, funcionan como mecanismos muy eficientes
de control social manteniendo a raya el delito incluso en situaciones
económica- y socialmente adversas. Así, dos años después de la irrupción de la
crisis (2009) y a pesar del fuerte aumento del desempleo, los indices de
criminalidad en Portugal (10,4), España (9,1) y Grecia (12,3) eran mucho más
bajos que en Dinamarca (18,8) u Holanda (19,7), dos países mucho menos
afectados por la misma, y con tendencia al aumento de estas diferencias (para España ver La Moncloa
2013). Esto no quiere decir que el
delito esté controlado a pesar de la crisis social, pero podría ser mucho peor dadas las dimensiones de la
misma.
Ambos factores descargan los
compromisos políticos de los gobiernos y las finanzas públicas pues desvinculan
la provisión de bienestar del desarrollo del sector público. Cuando los
ingresos salariales están en riesgo y las crisis presupuestarias reducen los
gastos sociales, estos espacios proporcionan un inestimable margen de maniobra
política para manejar la crisis. Incluso cuando las personas socializadas en
ellos se incorporan al mundo capitalista y/o moderno -que incluye las empresas
privadas y el sector público financiado con redistribución- los valores, las
estrategias de vida, no pocos comportamientos sociales y patrones de consumo
(la forma de preparar la comida, de organizar el tiempo libre, los ritos
matrimoniales o los comportamientos reproductivos) perviven en los nuevos
entornos, incluso en las barriadas de las grandes ciudades incorporadas a la
globalización capitalista. Se produce así una coexistencia –aunque también una
fricción constante- entre lo moderno y lo tradicional. Esta coexistencia
contradictoria es más fuerte y
estrecha cuanto más rápida y “nueva” sea la dinámica modernizadora y cuanto
menor sea la capacidad del Estado y del mercado -aquí sobre todo el mercado de
trabajo- de asegurar una satisfacción razonable de las necesidades sociales
antes satisfechas en los espacios tradicionales. Por tanto, cuando más
insolidario sean los espacios modernos-institucionales, más funcionales serán
los espacios tradicionales para compensar las insuficiencias de aquellos, y más
tardarán también en desaparecer las fórmulas “tradicionales” destinadas a hacer
frente a los problemas generados por la modernidad capitalista.
El sector tradicional en
Portugal, España y Grecia
El sector tradicional era en los años 1970 y 1980 aún dominante en
los PEGs. En ciertas zonas rurales era absolutamente mayoritario y constitutivo
de su microclima político y cultural, pero también le imprimía -y sigue
imprimiendo hoy- un sello inconfundible incluso a las barriadas populares de
las ciudades dada la rapidez del proceso de destradicionalización que han
vivido nuestros países en los años 1960 y 1980, sobre todo España y Portugal.
Hacia 1970 el 95% de los agricultores griegos trabajaba aún exclusivamente con
miembros de su propia familia
(Seers ed. 1981: 236). Hacia 1980
el empleo agrario -no todo tradicional pero sí una parte abrumadora del mismo- tenía aún un peso decisivo en la
estructura laboral de tres países (Grecia: 29%, Portugal: 28%, España:
17%). En 2007 tanto en Portugal
como en Grecia la agricultura aún daba trabajo a más del 10% de la población
activa (Eurostat cit. en Fernández/Ortuño: cuadro 3)[7]. El grueso de
este empleo estaba formado por pequeños campesinos autónomos vinculados a una
agricultura de subsistencia y orientada a los mercados locales y un nivel de
productividad muy bajo[8].
Hacia 1980 el 86% de las explotaciones agrícolas portuguesas, el 72% de las
griegas y el 68% de las españolas (aunque también el 69% de las italianas)
tenía menos de 4 hectáreas (Lains/Ferreira da Silva 2005 (orgs): 171)[9].
El peso del sector tradicional también explica el elevado porcentaje
de autoempleados -tradicionales- y de ayudantes familiares. Aún en 1980 el 50%
de la población activa griega, el 32% de la portuguesa y el 30% de la española
pertenecían a esta categoría (Banco Mundial) y en 1990 casi la mitad de la
población activa griega era aún autoempleada (Moschonas/Papanagnou
2007). No todos
los automempleados están vinculados al sector tradicional. De hecho, en los años 1990-2010 se ha
producido un aumento muy importante de trabajadores autónomos vinculados al
sector moderno -sector de la construcción, servicios prestados a las empresas y
las administraciones públicas, profesionales del derecho y la medicina etc.-.
Pero en los años 1980 eran aún una abrumadora mayoría y, de alguna forma, lo
siguen siendo hoy. El sector tradicional incluía/incluye, además, miles de
pequeñas empresas familiares con forma jurídica de sociedad limitada (s.l.)
activas en sectores de poca complejidad tecnológica, que requieren poca
cualificación y pagan salarios muy bajos, en la mayoría de los casos orientados
a los mercados nacionales aunque en Portugal, también a los mercados externos
(textil, calzado, alimentación, cuero, madera etc.). El modelo exportador
basado en estas estructuras empresariales ha entrado fuertemente en crisis tras
la ampliación de la Unión Europea al este de Europa y la irrupción de China en
la arena comercial internacional (Antunes 2005: 207, Lains 2006). Desde luego,
este tejido empresarial, a caballo entre el sector moderno y el tradicional,
está mucho más cerca del último que del
Mittelstand alemán por mucho
que los discursos oficiales y las propias estadísticas tiendan a ignorarlo.
El peso del sector tradicional griego es particularmente importante.
Casi la mitad de su población (un 46%) al que se suma otro 25% del “sector
intermedio” vivía y trabajaba en 1974 aún en él, bien fuera agrícola,
secundario o terciario (Seers ed. 1981: 234). Esta excepcionalidad tiene una explicación histórica
particular. El pequeño campesinado se hizo mayoritario tras la fragmentación
definitiva de los tsiflik -las
grandes explotaciones agrícolas herederas de los latifundios otomanos- poco
tiempo después de la Primera Guerra Mundial. Los pequeños campesinos llegaron a
ser tan numerosos que consiguieron frenar el desarrollo capitalista del país de
forma similar a como sucedió en Francia en el siglo XIX. Es imposible
comprender la realidad política e institucional de Grecia sin tenerlos en
cuenta (Pirounakis 1996: 13). Muchos votan conservador como sus equivalentes
españoles y portugueses, aunque una parte no desdeñable del pequeño campesinado
griego ha engendrado culturas cooperativistas que en los años 1970
evolucionaron hacia la izquierda. En las elecciones de 2012 una tercera parte
de todos ellos votó a favor de opciones anticapitalistas (Vernardakis 2012:
tabla 2): un hecho insólito en el conjunto del pequeño campesinado europeo,
incluso teniendo en cuenta la situación de emergencia social que vive Grecia en
la actualidad. Demuestra, igual que la experiencia china, que no existe un
determinismo entre pequeña propiedad y orientación conservadora: una cuestión
decisiva para la definición de escenarios políticos para el sur (para China ver
Amin 2013). En la Península
Ibérica el pequeño campesinado se concentra al norte del paralelo 40 que la
corta geográficamente por la mitad (Fernández Steinko 2004). Se convirtió en la columna sociológica
de los regímenes de Franco y de Salazar y sigue apoyando mayoritariamente a los
partidos conservadores[10].
A este campesinado se suma en Portugal y España una economía agrícola jornalera -en Portugal concentrada en
Portalegre, Beja y Évora, en España en Andalucía y Extremadura- que ha producido los índices de
subdesarrollo más elevados de Europa (temporalidad, desempleo, tasa de
analfabetismo, desigualdad de género etc.). Aún en 1970 la economía jornalera
daba trabajo a medio millón de personas en Portugal, el 21% de toda la
población asalariada de entonces (ILO 1975). Hacia 1980 el sector tradicional también era aún
omnipresente en las grandes ciudades dominadas por el pequeño comercio, las
empresas de transporte familiar, los talleres artesanales y las pequeñas
empresas de baja intensidad tecnológica.
La primera modernización
destructiva: crecimiento sin desarrollo
Uno de los principales retos de la modernización de los PEGs era/es
qué hacer con todo este mundo, cómo insertarlo en el nuevo espacio
institucional creado con las constituciones democráticas, cómo transformarlo y “modernizarlo” sin
tener que pagar un coste laboral y ambiental demasiado alto. Desde luego es
imposible hacerlo sin el apoyo de los poderes públicos, sin la creación de potentes
infraestructuras educativas, municipales y económicas de ámbito local, sin
fuertes inversiones en tecnologías más intensivas en trabajo que en capital o
sin medidas destinadas a reducir su atomización (por ejemplo en forma de
cooperativas) . Cuando no se hace así, el coste de su modernización puede
llegar a ser muy grande (crecimiento urbano descontrolado, aumento del paro y
de las desigualdades sociales etc): se convierte en “crecimiento sin
desarrollo”.
El tejido
tradicional de Europa Occidental, mayoritario tras la Segunda Guerra Mundial
incluso en países altamente desarrollados como Alemania Federal (Lutz 1984), se
ha ido modernizando gracias a la acción de políticas comprometidas con la
creación de una base productiva orientada en con el desarrollo interno de los
países. No se puede decir lo mismo de los sectores tradicionales de los PEGs.
La modernización que conocieron tras las devualuaciones de sus monedas en los
años 1950, estuvo soportada por inversiones muy intensivas en capital y poco
intensivas en trabajo (para Portugal: Lains/Ferreira da Silva 2005, para
España: Moral Santín et al. 1981, para Grecia: Freris 1986). Estas inversiones
altamente selectivas, empujaron la productividad media hacia arriba pero fueron
creando un tejido dual que generó crecientes diferencias de desarrollo regional
y de renta per cápita. Es verdad: también en Portugal y España se adoptaron
políticas de planificación económica en los años 1960 (Planos de Fomento,
Planes de Desarrollo), y las iniciativas industrializadoras de los gobiernos griegos
de aquella época son considerados “muy innovadores dado su carácter integral y
sistemático” (Freris 1986: 130).
También estas políticas industriales se beneficiaron del carácter
regulado del capitalismo global que admitía una expansión importante del sector
público. Esta constelación generó en los PEGs el crecimiento económico más alto
del -junto con el de Japón y Turquía-
así como un aumento sostenido de la productividad. El acercamiento más
importante de su renta per capita a la media europea (en España del 60% en 1960
al 82% en 1975) se produjo justamente es estos años, a parte del efímero sueño de la convergencia
nominal en la segunda mitad de los años 1990 (ver abajo).
Con todo: ninguno de las tres experiencias modernizadoras es
comparable, por ejemplo con las incitativas francesas, británicas o italianas
de la época. Los gobiernos del sur no disponían de suficientes recursos
económicos y su nivel de recaudación les daban poco margen material de
maniobra. La razón última no es económica sino política: faltaba un pacto
social entre capital y trabajo que sentara las bases de un sector público
importante. El sector público español (16% del PIB) y el portugués (17%) quedaban muy lejos del 30% italiano o
de más 40% francés por esos mismos años 1960 y hacia mediados de los años 1970
las diferencias de gasto público con respecto a Italia y Francia eran aún de
más de diez puntos (24% frente al 36%). Los planos
y planes incluían la acción del
Estado y la retórica nacionalista potenciaba la imagen de un Estado
económicamente activo. Pero su actividad era más político-represiva que
económica pues el fin principal de estos planos
y planes era el estímulo de la
iniciativa privada (Moral Santín et al. 1980). El grueso del capital invertido
en el marco de aquellos planes de desarrollo era, naturalmente, privado y su
efecto sobre la economía global más bien modesto (para Portugal Lains
2006: 176, para España: Martínez
Cortiña et al 1975). En definitiva: los “treinta gloriosos” del capitalismo
domesticado europeo no tienen tanto que ver ni con la “era dorada” (Das Neves)
que vivió el salazarismo entre 1958 y 1973, ni con el “milagro económico” del
desarrollismo franquista, ni tampoco con el despegue modernizador de los
tiempos de Karamanalis en Grecia por mucho que algunos indicadores económicos
puedan sugerirlo.
España es el país en el que más rápida y radical ha transcurrido
este proceso. En tan sólo 20 años su población agraria pasó del 50% al 25% de
la población activa (1950-1975) frente a los 33 años que duró este mismo
proceso en Italia y los casi 90 años en Francia (García Delgado/Muñoz Cidad
1988). Es verdad: se produjo un ciclo modernizador de tipo fordista que creó
una incipiente clase media y una -pequeña aunque influyente- clase de managers
vinculados más a la gestión que a la (gran) propiedad rentista. Surgieron de la
nada varios islotes fordistas vinculados a sectores tecnológicamente punteros y
muy intensivos en capital: el químico, el energético, el del automóvil etc..
(Fernández Steinko 2010: 258ss.). Pero estaban rodeados por un vasto y cada vez
más caótico tejido tradicional desprovisto de las infraestructuras físicas,
humanas, educativas, sanitarias y sociales más elementales. La “destrucción”
dominó sobre la “creación” schumpeteriana como bien puede apreciar cualquiera
que visite hoy sus ciudades y
paisajes (para Grecia: Pirounakis 1997: cap. 9).
La segunda modernización
destructiva: la Comunidad Europea
El ingreso en la CEE ha tenido un efecto contradictorio sobre
la modernización democrática de
los PEGs. Hay una doble razón. La primera es que se produce en una situación de
derrota de la izquierda y de consolidación del proyecto atlántico. Este se basa
en la eliminación de todo tipo de barreras legales, geográficas y culturales
que pudieran impedir el libre movimiento de los capitales internacionales más
productivos y respaldados por gobiernos influyentes en la arena internacional
(“colonización capitalista del sector tradicional”: Rosa Luxemburg). Las élites que pilotaron este proceso, pero
también la mayoría de los intelectuales y de la opinión pública, asociaron el
proyecto atlántico con la prosperidad europea de la postguerra para legitimar
las duras condiciones de integración. Sin embargo, la comprensión que habían
mostrado las grandes corporaciones norteamericanas para con las políticas
proteccionistas de los gobiernos europeo-occidentales en los años de la segunda
posguerra, tiene muy poco que ver con las políticas propuestas por la Comisión
Trilateral en los años 1970 y 1980 para los PEGs (ver arriba). La segunda razón
es que dicho ingreso se produjo en un momento en el que el sustrato cooperativo
del proyecto europeo empezó a debilitarse frente a su sustrato competitivo y
el avance de las políticas
neoliberales en Bruselas.
En 1993 entró en vigor el acuerdo sobre libre circulación de
mercancías, capitales y personas así como el Tratado de Maastricht. Ambos
representan “la mayor desregulación de la historia económica” (Huffschmid
1994). Dicho acuerdo expuso el aún inmenso tejido tradicional del sur -y
también del Este del Europa- a la rápida penetración de los grandes capitales
del norte. Lo hizo -y esto es fundamental- cerrando la posibilidad de
desarrollar políticas industriales activas comparables a las de los años 1960. Por tanto, y a diferencia de lo
sucedido quince años antes, nuestros países tuvieron que afrontar una doble
destrucción durante el período democrático. Las políticas agrarias comunes, la rápida reducción de
aranceles, la construcción de vías de transporte financiadas con dinero
comunitario y otras medidas destinadas a reducir el coste del transporte de
mercancías que permitían los productos centroeuropeos competir incluso en los
espacios más apartados de los territorios del sur: todo esto hizo posible una
nueva ola de colonización capitalista del sector tradicional mediterráneo que,
al menos en el caso de España, fue más rápida aún que la primera (ver Lutz
1984: 262). La segunda destrucción afectó, además, al tejido moderno,
preferentemente industrial, que se había venido creando con no pocos esfuerzos
humanos, fiscales y tecnológicos desde los años 1950. La cancelación de las
políticas industriales activas, bien impuestas por Bruselas, bien consideradas
obsoletas por parte de las élites nacionales por razones ideológicas o
pragmáticas, tuvieron este efecto. Ambas destrucciones produjeron en nuestros
países las tasas de desempleo más altas de la OCDE.
Pero en ninguno de los tres ha alcanzado el desempleo los niveles
de España. Cuenta con menos
barreras de proteccionismo natural que Portugal y que Grecia (está más cerca de
los grandes centros de producción continental, su territorio no está diseminado
en islas como el griego etc.). Su despegue industrial de los años 1960 ha sido
(aún) más intensivo en capital que el portugués y el griego, y sus autocráticas
empresas fordistas tuvieron un comportamiento particularmente rígido durante la
crisis de mediados de los 1970, comportamiento que les restó recursos para
abordar dicha crisis (datos comparativos en Lains 2006: 191). Sus élites han abrazado de forma más
temprana que ninguno de los tres países el credo monetarista y (neo)liberal
(mayoría de las élites atlánticas en los gabinetes de Franco a partir de 1959,
conversión madrugadora del PSOE al socialliberalismo etc.). Esto les ha hecho
priorizar en fechas más tempranas la lucha contra la inflación y la
desregulación del mercado de trabajo frente a la lucha contra el desempleo, el
desarrollo de políticas industriales y las políticas de flexibilidad interna,
aunque con la excepción parcial de los gobiernos vascos. El ministro de economía socialista, el
navarro Carlos Solchaga, declaraba hacia 1990, varios años antes de las olas
privatizadoras impuestas por Maastricht, que “la mejor política industrial es
la que no existe” y las élites socialliberales siguen dando esta estrategia por
válida. Entre los antiguos izquierdistas, J. A. Schumpeter, con su teoría de la
destrucción creativa, acabó convirtiéndose en España en el “clásico de moda” frente a un Keynes
tenido por un obsoleto “teórico de la demanda”. Detrás de este culto a la
destrucción schumpeteriana se esconde un modelo de modernización ensañado,
también por razones ideológicas de
origen interno, con un sector
tradicional tenido por inservible y opuesto al progreso, antes que como una
pieza clave no fácilmente
substituible de la estructura social y económica del país. Esta no sólo no se debe
liquidar sin tener en cuenta su coste sino que, además, puede generar muchos
recursos aprovechables para un proceso de modernización más sostenible. En consecuencia: el desempleo español
no ha bajado nunca por debajo del 8% de la población activa desde 1982 con un
primer pico en 1994 (24%) y otro segundo, ya en circunstancias muy especiales,
del 26% (2013). A principios de 2013 el paro se aproximaba a los 6 millones de
personas, con un 36% en Andalucía, un 34% en Canarias y un 33% en Extremadura
(EPA).
En Portugal, por el contrario, los efectos de la destrucción del
sector tradicional han sido menores, su velocidad más moderada y una parte de
su sector manufacturero seudotradicional (madera, impresión, calzado, textil)
ha subsistido gracias a una orientación exterior apoyada en el pago de bajos
salarios y las políticas de devaluación gradual del escudo (crawling-peg) que funcionaron entre 1977
y 1990 (primer pico de desempleo en 1985: 10%, segundo pico 2013: 16%: Lains/Ferreira
da Silva org.
2005). A cambio, el país ha ido cayendo en una “dependencia estratégica” de
esta estructura salarial que no han podido mantener tras la expansión de la
Unión Europea hacia el Este y la irrupción de China en la arena comercial
internacional (Lains 2006). También Grecia pudo mantener el desempleo bajo control
durante más tiempo que España. Su sector tradicional ha ido
disminuyendo de forma más lenta y sus élites políticas abrazaron el monetarismo
y el neoliberalismo relativamente tarde (Moschonas/Papanagnou 2004). El primer
pico de desempleo lo vivieron los
griegos en 1998 (12%), dos años después del ascenso del neoliberal Kostras
Simitris a la secretaría general del PASOK, el año del primer triunfo electoral
de la derecha española desde 1934. Grecia también consiguió frenar
(temporalmente) el aumento del desempleo creando empleo público en el marco de
una política clientelar destinada a alimentar el bipartidismo que se remonta a
los años de la creación del Estado griego (Kadritzke 2010). El estamento militar, cuyo
peso sobre el PIB es el doble del portugués y cuatro veces el del español (del
4% del PIB frente al 2% de Portugal y al 1% de España) también ha tenido aquí
un papel sobresaliente y tiene su
origen en las disputas territoriales del país con sus vecinos del norte y del
este.
Esta forma de integración en la CEE no les ha permitido a nuestros
países cerrar la brecha de productividad con respecto a los países europeos más
desarrollados. En la industria transformadora portuguesa y española, esta
brecha se había venido cerrando hasta 1975 y mantenido estable hasta 1980. A
partir de la década siguiente, sin embargo, empezó a ampliarse otra vez a pesar
de la quiebra de no pocas empresas del sector tradicional. Hacia 1992 la economía de los PEGs
seguía siendo dual, con una mayoría de empresas familiares poco innovadoras
capaces de competir internacionalmente sólo pagando salarios bajos o muy bajos,
infringiendo normas ambientales y laborales o no pagando impuestos. La
productividad de las pequeñas y medianas empresas (PYMES) sólo llega en España
al 67% de las grandes frente al
75% en Portugal y al 79% en Grecia, mientras que hay casos de países centrales
del capitalismo renano en los que su productividad puede ser incluso superior a
la de las grandes empresas. Estos datos remarcarían aún más el carácter dual de
la economía de los PEGs si fuera posible aislar estadísticamente la evolución de
la productividad de las PYMES específicamente vinculadas al sector tradicional.
Grecia es el país de los PEGs con los ritmos de crecimiento de la productividad
más bajos entre 1985 y 1996 (del 11,6% frente al 39,5% de Portugal y al 19,9%
de España: Pirounakis 1997: 183), si bien esta empezó a crecer de forma
importante a partir del año 2000.
Por tanto: mucho antes del colapso de 2008 había síntomas claros de
que sus sistemas económico-productivos no iban a ser capaces de financiar por
mucho tiempo una modernización basada en una “economía social y de mercado”
neocompetitiva en lo económico y no autoritaria en lo político. Para poder seguir adelante con su
voluntarista proyecto de “economía social de mercado” y evitar la ruptura del
consenso atlántico, los gobiernos de los PEGs tuvieron que recurrir en aquellos
años al endeudamiento externo, lo cual elevó el coste de la deuda y abrió un
amplio frente para las críticas de la derecha. En 1992 Portugal llegó a pagar
el 6% de todo su PIB para pagar el servicio de su deuda y España el 5% (1996)[11].
Es verdad: las transferencias comunitarias llegaron a ser importantes (del 2,4%
del PIB en Portugal entre 1994 y 2000). Sirvieron para modernizar muchas
infraestructuras del país, un sistema administrativo más eficiente y para abrir
oportunidades de trabajo cualificado para muchas personas, sobre todo mujeres
vinculadas al sector público etc. Pero la parte sustancial de ese dinero sirvió
para reforzar el proyecto
atlántico: para financiar el desmontaje industrial, la reducción de áreas
cultivadas, la reducción del coste
de la circulación de las
mercancías producidas en las grandes plantas industriales de los
principales donantes antes que para fundamentar un desarrollo sostenible al
servicio de las necesidades productivas de las sociedades del sur. El desvío
casi total de ayudas para el desarrollo de infraestructuras de transporte
privado y por carretera frente al desarrollo del ferrocarril, es muy revelador
en este sentido. En términos cuantitativos las ayudas europeas son peladillas
en comparación con el coste a medio plazo de este modelo de modernización.
¿Cómo asegurar los derechos y compromisos constitucionales recién adquiridos
por las jóvenes democracias en medio de este panorama?
Sueño y despertar de la
convergencia nominal
La propuesta dictada por los tiempos que se abrieron tras la caída
del Muro de Berlín era la convergencia nominal con Europa y la estabilización
monetaria en el marco de la radicalización del proyecto atlántico en todas sus
vertientes: la cultural, la económica y la militar. La cancelación de las
políticas destinadas a consolidar una economía real, que empezaba a ser de
facto inviable, fue un hecho decisivo para nuestros tres países. En España y
Grecia explica el cambio de ciclo político (transformación del PASOK en el
“partido de la bolsa” bajo Kostras Simitris, triunfo de José María Aznar en
España). En
Portugal creó serias tensiones entre el gobierno y el gobernador del Banco de
Portugal Miguel Beleza y le abrió el camino a un gabinete conservador en solitario –aunque
compuesto por dos partidos: el PSD y el CDS- por primera vez desde el cambio
democrático, (triunfo electoral de Durâo Barroso en 2002). El objetivo de participar en
el proceso europeo de convergencia monetaria obligaba a tomar medidas
radicales, algunas de las cuales rompían con el espíritu de las transiciones
democráticas (privatización de empresas estratégicas, erosión de la democracia
social y el mantenimiento de monedas devaluadas destinadas a mantener un cierto
control del desempleo). La política de devaluaciones que habían utilizado los
gobiernos para enfrentarse al desempleo generado con la crisis de 1992/93, tuvo
que ser sustituida por férreas políticas de control de la inflación, de
reducción de deuda pública por encima de cualquier otro objetivo y por una
ampliación de las bandas de fluctuación cambiaria entre todas las monedas
europeas.
La estabilización monetaria
y la reducción del coste de la deuda fue, sin duda, un progreso para los PEGs
que han sufrido desde el comienzo de la industrialización una escasez crónica
de crédito y tenido que pagar intereses muy elevados para adquirirlo. El caso
más extremo es Grecia, donde los tipos de interés no consiguieron bajar nunca
por debajo del 30% antes de 1840 ni por debajo del 15% en el período de
entreguerras. La deuda pública per cápita de los portugueses y españoles era,
con la de los italianos, la más alta de Europa antes de que la Primera Guerra
Mundial distorsionara la estructura del endeudamiento público de los países que
participaron en la misma (Lains 2006: 46). Los cambios democráticos de los años
1970, que coincidieron fatalmente
en el tiempo con la agudización de la crisis del fordismo en todo el mundo y
con el repentino aumento de los tipos de interés en los Estados Unidos (“Volcker Shock” de 1979) dispararon la
inflación y multiplicaron en poco tiempo el coste de ese endeudamiento que necesitaban desesperadamente para
estabilizar sus jóvenes regímenes democráticos. La política de estabilización
monetaria dio sus frutos. La inflación cayó en Portugal del 13% (1990) al 2%
(1997), en España del 7% al 2% entre esos mismos años y en Grecia del 20%
(1990) al 1% en 2009. Los intereses nominales a pagar por la deuda pública a
largo plazo cayeron en Portugal del 22% (1986) al 3,9% (2006), en España del
12,8% (1986) al 3,3 (2005) y en Grecia del 17% (1995) al 3,5% (2005): un hecho
insólito en la historia financiera de los PEGs. La estabilización monetaria y
la reducción de los intereses de la deuda hay que leerlos en clave de creación
del euro que redujo entre 1995 y
el verano de 2008 el spread de su
deuda pública con respecto al bono alemán (Sinn 2010: 336s) aunque con un coste
monetario importante: el escudo, la peseta y el dracma se incorporaron al euro
como monedas revaluadas, lo cual perjudicó aún más su posición dentro de la
nueva Europa ultracompetitiva.
En teoría, esta coyuntura monetaria podría haber servido para
reforzar la base productiva del sur e impulsar la convergencia real en el
contexto de una Europa solidaria. Podría haber permitido poner en marcha un
proceso de modernización del tejido empresarial tradicional por medio de
inversiones en capital humano, innovación tecnológica, formación de clusters regionales y a través de una
redefinición cooperativa de la división del trabajo en Europa con la
perspectiva de una reconversión ambiental del Continente que ya entonces era
más que urgente. Pero nada de esto se hizo. La convergencia nominal sólo sirvió
para consolidar una Europa ultacompetitiva en la que el más fuerte se lo llevó
todo y el más débil sólo se llevó un sueño temporal. El mundo occidental, y los
círculos atlántico-europeos en particular, aplaudían la aportación de la
convergencia nominal a la modernización del sur pues parecía demostrar el potencial civilizatorio de su apuesta
política. Pero ni el mainstream
económico, ni menos aún los círculos de poder occidentales -que incluían las propias élites en los
gobiernos del sur- abordaron el problema de fondo: cómo crear un sistema
económico con capacidad de generar empleo de forma sostenible en el tiempo destinado a financiar una sociedad
mínimamente justa y democrática. Abordar este problema pasaba por redefinir la
división del trabajo dentro de la Unión Europa y por cuestionar los grandes
ejes del consenso atlántico. Ninguna de las dos cosas estaba en la agenda de
los gobiernos europeos.
Una vez arrinconada la izquierda, la única alternativa políticamente
viable que se les abría a nuestros gobiernos tras la firma del Tratado de
Maastricht era apostar por los sectores menos expuestos a la competencia
extranjera aprovechando la reducción del precio del dinero y los demás efectos
de la convergencia monetaria. Son los sectores que producen bienes y servicios
no transaccionables: la construcción, la educación y la salud -públicas y
privadas-, los servicios financieros y naturalmente también el turismo y el
sector militar (para Portugal: Ferreira do Amaral 2009: 55ss). Por muy liberal
que sea el credo de la época: el desarrollo de estos sectores dependen de la
adopción de decisiones políticas, sobre todo en el sector de la construcción
que sólo puede crecer de forma significativa si se modifican las condiciones
locales de edificabilidad del suelo. Las decisiones sobre edificabilidad, que
puede multiplicar por 1000 el valor de un solar en poco tiempo y atraer de la
noche a la mañana cantidades ingentes de ahorro internacional -bien de origen
legal o ilegal-, está en manos de las administraciones locales que son las que
tienen las competencias sobre esta materia. No es casualidad, por ejemplo, que
la “reforma del siglo” de la administración local portuguesa, y que le da a las
administraciones locales una mayor autonomía, se produjera justamente en
1998. La posibilidad de generar
una fuerte dinámica de crecimiento local simplemente tomando una serie de
decisiones administrativas locales ha creado un suelo fértil para la comisión de delitos de cuello
blanco como la corrupción, los delitos urbanísticos y contra el territorio, la
falsificación de documento público o la financiación ilegal de partidos. Los
46.000 millones de euros ganados en 2008 por las empresas españolas de la
construcción, combinados con el hambre crónica de empleo de las poblaciones
locales, el carácter sumergido de al menos una tercera parte del sector y la
cultura familiar de adquisición de bienes inmuebles tan propia de los PEGs,
forman una amalgama de fertilidad explosiva pues acaba contando con la
complicidad o el silencio de sectores amplios de la población frente al delito
y la degradación ética de su sistema político. A costa de la sostenibilidad
urbanística y ambiental, y a costa también de la salud de sus sistemas
democráticos. La crisis económica rompió muchos de estos consensos silenciosos
que se tradujeron en apoyos estables a los partidos conservadoras, y las
movilizaciones ciudadanas de 2010 en adelante son expresión de esta ruptura.
En general, los
sectores no transaccionales son muy intensivos en empleo, la mayor parte -que
no todo- poco cualificado. El más importante, el de la construcción, frena el
crecimiento de la productividad y le sustrae recursos financieros al sistema
productivo: en la Grecia de los años 1980 hasta un 60% de toda la formación
bruta de capital (Freris 1986: 166)[12].
Además puede tener un coste energético, ambiental, laboral y paisajístico
extremadamente elevado cuando se deja que actúen libremente las fuerzas del
mercado. En España, al menos una
tercera parte del sector de la
construcción está hundido en la economía sumergida. Incluye hasta 16 niveles de
subcontratación cuyos capilares se pierden por los espacios tradicionales más
recónditos y geográficamente apartados. En Grecia, una quinta parte de todas
las construcciones nuevas son ilegales y en la isla canaria de Lanzarote,
protegida por una política de defensa del paisaje en un contexto de desempleo
crónico, este porcentaje llega al 33%. El índice de accidentes laborales en el
sector de la construcción es el más alto de toda la economía, un dato que si se
combina con su carácter fuertemente sumergido, lo convierte en un sector
particularmente perjudicial para la sostenibilidad de las arcas públicas y el
interés general[13].
Otros sectores productores de servicios no transaccionables dependen del
aumento del gasto público (salud y educación, sector de los servicios a las
administraciones públicas). El gasto público efectivamente empezó a crecer de
nuevo a partir de 1992. Sin embargo su ritmo de crecimiento fue superior al de
su coste, pues la reducción de los tipos y la estabilidad monetaria hizo caer
el coste del endeudamiento público. Esto amplió el margen de maniobra fiscal de
los gobiernos de centro en pleno contragolpe neoliberal seduciendo, incluso, a
una parte de la izquierda: podían ofrecer más servicios públicos por el mismo
coste. Son los años en los que
incluso los socialdemócratas españoles sostenían que la reducción de
impuestos era una política progresista. El aumento absoluto del gasto público
pudo compensarse durante esos años con el aumento del PIB provocado precisamente por la fuerte expansión de
los sectores no transaccionales, sobre todo el de la construcción de forma que
el saldo final (deuda pública en % del PIB) tendió a diminuir en los tres
países en los años en los que se estabilizó políticamente el neoliberalismo.
Esta milagrosa combinación entre estabilización monetaria y desarrollo de los
sectores menos expuestos al mercado generó en los PEGs las tasas de crecimiento
más altas de toda Europa (grupo de los 15): casi del 5% en Portugal y España
entre 1998 y 2000, del 4,5% en Grecia en 1997. El crecimiento produjo a una fuerte reducción temporal del
diferencial de PIB per cápita con respecto al resto de la Europa de los 15
(España del 79% en 1995 al 91% en 2007). En 2008 el sector de construcción
española llegó a dar trabajo al 13% de toda su población activa, en Grecia y
Portugal algo menos (media mundial: 7%). Son datos insólitos y completamente insostenibles en el tiempo que
reflejan un desvío masivo de recursos hacia una actividad de base especulativa
altamente destructora de recursos. ¿Pero realmente había muchas alternativas en
el marco del proyecto atlántico?. Es comprensible que muchos ciudadanos del sur
empezaran a creérselo realmente, a creer que efectivamente había llegado el “fin
de la historia” predicado por Fukuyama. La sorprendente participación de los
gobiernos de Portugal y España en la guerra de Irak habría sido imposible sin
este estado de ánimo colectivo sostenido por la financiarización de la economía
El boom tenía, además, un segundo componente estabilizador y fácilmente
insertable en una visión neoconservadora de la sociedad. En los PEGs, el porcentaje de familias propietarias de
bienes inmuebles es de los más elevados de mundo. Esta realidad se deriva de
las dimensiones de su sector
tradicional y de la promoción privada de la vivienda por parte de las
dictaduras que permitió hacer política social sin elevar el gasto público y
favoreciendo a los lobbies financieros. En España y Grecia, los índices de
propiedad ya estaba en 2000 muy por encima del 80% y si en Portugal eran cuatro
o cinco puntos más bajos, es porque el repentino aumento de la población
retornada de las colonias a partir de 1974 hizo aumentar el peso de los
alquileres. La dispersión de la propiedad inmobiliaria no sólo contrarresta la
precariedad laboral reduciendo la dependencia del mercado de alquileres. Además
permite utilizar el patrimonio familiar como aval para ampliar el endeudamiento
privado a pesar -esto es esencial- de la “doble
destrucción” que han vivido nuestros países en las últimas cuatro décadas: es
el “capitalismo popular inmobiliario” (Fernández Steinko 2003), la versión
mediterránea del “capitalismo popular” de corte anglosajón apoyado en los
dividendos del sector financiero
(también: “keynesianismo bursátil”)
Sólo un
indicador perturbaba el sueño de la convergencia nominal y del inesperado “fin
de la historia”: la balanza por cuenta corriente. El rápido crecimeinto de los
sectores productores de bienes y servicios no transaccionales encubría una
realidad perfectamente conocida: cuando estos aumentan más rápidamente que los
que producen bienes transaccionales se está produciendo una pérdida encubierta
de competitividad (Ferreira do Amaral 2009). El carácter no sostenible de esta
situación se refleja justamente en la evolución negativa de la balanza por
cuenta corriente a pesar de la
evolución positiva de otros indicadores macroeconómicos. Su déficit se remonta
a los años anteriores al euro pero se dispara hasta la estratosfera tras la
creación de la moneda única: en Portugal aumenta del +3% en 1986 al -13% en
2008, en España: del +2% en 1987 al -10% en 2007 y en Grecia del -4% en 1980 al -17% en 2008. Era el
presagio de la tormenta. Cada país evolucionó de forma parcialmente distinta,
pero estos datos demuestran que los tres lo hacían en la misma dirección, que
no había alternativa dentro del proyecto atlántico -aproximación ideológica de
facto entre el centro-derecha y el centro-izquierda- y que debajo de la
convergencia monetaria había algo muy feo que no acababa de funcionar. “Portugal
estaba divergiendo desde hacía mucho tiempo de la media comunitaria en términos
de bienes transaccionales, lo cual apuntaba a una situación potencial de
empobrecimiento relativo a largo plazo que empezó a hacerse efectiva en la
primera década del siglo” (Ferreia do Amaral 2009: 57). Es verdad: Portugal,
con imporantes diferenciales de productividad, una apuesta estratégica por
sectores con bajos salarios y una economía más bien pequeña, tuvo que pagar un
coste particularmente alto: sólo entre 1991 y 2001 perdió, al menos, un 17% de
su competitividad. Pero la
productividad comparativa española y griega no ha evolucionado de forma
sustancialmente distinta entre
1995 y 2008 (medida en términos de REER[14]) (Petrakis
2012:53). A partir de 2000 la productividad griega empezó a crecer más
rápidamente que el resto debido a la modernización de algunos sectores no
transaccionales como el comercio y el transporte (McKinsey 2012). Pero las
tendencias de fondo, que se reflejan en la balanza por cuenta corriente, son idénticas
como idénticas son las ruinas que contemplan sus sociedades mientras escribimos
este texto. Son las ruinas del
proyecto atlántico que las élites del sur habían asegurado a sus votantes, iba
a servir para asentar una sociedad
más justa, más sostenible y más democrática.
5.
Conclusiones
El proyecto atlántico es un ejemplo exitoso de ingeniería política.
Ha contribuido a modernizar las sociedades de los PEGs, transformado su sistema
institucional, ampliando el horizonte cultural y los recursos subjetivos de
millones de las personas vinculadas hasta entonces al localismo del sector
tradicional. Las mujeres han sido las más beneficiadas, pues se han creado
empleos dignos también para ellas, se han erosionado las culturas de la
desigualdad y las sociedades han orientado sus radares criminológicos hacia el
maltrato y la discriminación. Sin embargo, el proyecto atlántico no ha creado
una base productiva para darle continuidad a la modernización democrática y
asegurar sus conquistas a largo plazo. Ha permitido desmantelar las mayorías
que en los años 1970 se habían decantado por una democratización más avanzada y
sostenible basada en un proyecto de sociedad solidaria, en la subordinación de
la economía a las necesidades humanas, en la sostenibilidad y la neutralidad, y
también más centrada en el desarrollo interno que en la expansión exterior.
El desmantelamiento
de esta opción ha permitido vincular o mejor: “colonizar” (Rosa Luxemburgo) los
vastos espacios tradicionales del Mediterráneo, incorporarlos a los circuitos
de revalorización de los grandes capitales occidentales. Al hacerlo, esta
política no ha tenido en cuenta las realidades sociales y culturales de las
economías “colonizadas”, sino que ha forzado su adaptación a los dictados de
dicha revalorización, cueste lo que cueste, ofreciendo alternativas sólo a
corto y medio plazo. La convergencia monetaria sólo ha traído una solución
temporal. Hoy por hoy parece evidente que ya no es posible seguir pagando el
coste ambiental, urbanístico, laboral y también moral -degradación ética de la
actividad política profesional- de la prórroga del modelo atlántico. La
situación creada en los países mediterráneos demuestra que dicho modelo,
esencialmente competitivo y excluyente, no es viable a medio plazo para las
sociedades más débiles y dependientes, aquellas que, por diferentes motivos,
han llegado tarde a la industrialización capitalista o que han sido excluidas
de los grandes consensos políticos de la postguerra. En realidad, los PEGs
están viviendo una experiencia comparable a la de la mayoría de las sociedades
de América Latina. La progresiva financiarización de sus economías tras la
crisis de la deuda, provocó el hundimiento de sus clases medias en la década de
los años 1980 y 1990, así como una degradación sin precedentes de sus ciudades
y territorios, y una liquidación repentina (o “colonización”) de su tejido
tradicional no acompañada por la creación de un tejido alternativo y sostenible a la altura de la
destrucción de aquel.
La gran cuestión ahora es si los PIGs pueden defender las conquistas
democráticas en el marco del proyecto atlántico, un proyecto basado en un orden
esencialmente competitivo, en el fundamentalismo de la gran propiedad y de la
disposición excluyente de los medios de producción y en un modelo de democracia
minimalista. La segunda pregunta que los PIGs tienen que responderse
seriamente, es cómo insertar sus sectores tradicionales, en su realidad actual,
que ya no es la de los años 1980, con sus limitaciones -su atomización, las
desigualdades que esconde en sus espacios privados etc.- pero también con todo
su potencial civilizatorio –posibilidad de autodeterminación en el trabajo,
culturas de la solidaridad y la reciprocidad, más intensidad de trabajo que de
capital, mayor densidad comunicativa etc.- en un proceso duradero de
modernización democrática. ¿Cómo transformar estos espacios, que hoy malviven
en la periferia de la modernidad capitalista alimentando el particularismo y el
sector sumergido de la economía, cómo hacerlo en beneficio del interés general,
del desarrollo sostenible, de los valores democráticos y de la justicia social?
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[1] Quiero
agradecerles a Júlio Marqués Mota y Margarida Antunes (Coimbra), así como a
Ricardo Vergés (Sevilla), Agustín Cañada (Madrid) y Michel Vakaloulis (Paris)
el generoso envío de documentación
relevante para la redacción de este trabajo.
[2]
A Adolfo Suárez le echaron en cara sus “veleidades tercermundistas” al negarse
a incorporar a España a la Alianza Atlántica.
[3]
En España se habla de personas o partidos “antisistema” para describir las
orientaciones situadas más allá de dichas líneas rojas, muchas veces sin entrar
en detalles y forzando una bipolaridad y una simplificación muy parecida al que
conocemos de los tiempos de la guerra fría.
[4]
“El funcionamiento eficaz de un sistema democrático exige, por lo general,
cierta apatía y falta de participación de algunos individuos y grupos” (Estudio
de la Comisión Trilateral cit en Grimaldos 2006: 209). Este lenguaje es casi
idéntico al utilizado por Fernández de la Mora (1971), uno de los grandes
teóricos de la modernización autoritaria de los tiempos del franquismo.
[5]
Cuando se destapó el caso Bárcenas de financiación ilegal del Partido Popular
en febrero de 2013, y que salpica
a toda la cúpula del partido, tanto la Casa Blanca como también Berlín
reaccionaron de forma inesperadamente activa.
[6]
Preferimos este concepto más sustantivo de sociedad “premoderna” al de aquellas
definiciones más formales y abstractas de modernidad (ver por ejemplo Therborn
1999: cap.1).
[7]
Los datos histórico-estadísticos sobre la población activa en el sector agrario
son a veces desiguales. Me remito aquí a la fuente citada.
[8]
Aún en los años 1970 los agricultores de la zona de Beira Litoral gastaban el
60% de su tiempo en desplazarse de una parcela a otra debido a la fragmentación
de sus pequeñas propiedades (Baklanoff 1980: 166). Cifras comparables se podían
recoger en muchas comarcas del norte de España algunos (pocos) años antes.
[9]
El uso de fertilizantes y el nivel de mecanización de las explotaciones
italianas era, sin embargo, muy superior al de los tres países de nuestro
grupo.
[10]
La “Revolución de Mayo”, con la que comienza la dictadura de Salazar, comienza
con un golpe militar en Braga, la capital del minifundio portugués y patria
chica del propio Salazar.
[11]
La OCDE no dispone de datos para Grecia y este período.
[12]
Pinourakis da cifras más bajas (1996:217) si bien también este autor resalta
críticamente el extraordinario peso del sector de la construcción sobre la
formación bruta total de capital fijo en Grecia.
[13]
Al menos el sistema sanitario español es universal, es decir, cubre las
urgencias también de aquellas personas que ingresan tras un accidente pero no
cotizan a la Seguridad Social. Esto quiere decir que los accidentes laborales
generados en el sector sumergido de la construcción son financiados por aquella
parte de la sociedad que paga impuestos pero no por parte de aquellos que se
benefician económicamente de la economía sumergida, lo cual genera una
transferencia de recursos del sector público al privado.
EStimado amigo: creo que hemos hecho bien en no tirar el bebé con el agua en los momentos de máximo pesimismo en relación con la UE. Ahora se han creado nuevas oportunidades en relación con el COVID: a veces es importante mirar el medio y el largo plazo para no tomar decisiones equivocadas e irrversibles
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