(publicado en El Viejo Topo nº 238, 2007)
En un acto de
conmemoración de los treinta años de existencia del Viejo Topo celebrado
recientemente en Madrid, alguien dijo, con acierto, que la recuperación de la
izquierda en España pasaba por la renovación de su lenguaje, por cambiar las
formas de expresar y de argumentar su mensaje. La comunicación es efectivamente
una cuestión de formas. El lenguaje –el escrito y el hablado- es un intento de
hacer visible, de exteriorizar algo, una idea, un significado, en este caso un
proyecto político, una forma alternativa de vivir y de pensar. Pero todas las
formas guardan una relación umbilical con los contenidos de forma que, en
rigor, no puede haber un problema de formas sin un problema de contenidos. Si
la izquierda anda dando tumbos en España (o el “Estado español”, por utilizar
una acepción un poco tonta) es por razones que van necesariamente más allá de
los lenguajes y de las formas. ¿Cuáles pueden ser esos contenidos que tal vez
fallen en la izquierda?
Cuando se hace
socialmente minoritaria, cuando pierde el contacto con el tejido vivo de la
sociedad que quiere transformar, la izquierda empieza a acumular un desarreglo
intelectual de fondo. Este
desarreglo es lo que podríamos llamar una forma deductiva de pensar, de interpretar y naturalmente también de
acceder a la transformación de la sociedad. Cuando hablo de cultura deductiva
me refiero a la tendencia a buscar la comprensión de las cosas empírico-reales
a partir de conceptos y no al revés. En el momento en el que se cae en este
esquema, las sociedades concretas (la catalana, la española en general o
incluso la europea) se acaban intuyendo como manifestaciones, como casos
particulares de un algo general definido previamente pero que no acaba de estar
realmente en ninguna parte excepto en el discurso intelectual, en el dominio de
la lógica. Este discurso tiende a
caer inevitablemente en el formalismo, en la enumeración apriorística de
conceptos que sólo después se intentan llenar de contenidos y significados
empíricos. Ejemplos de este tipo de generalidades son el “capitalismo”, la
“globalización neoliberal”,
“Euskadi”, “España” o también “Europa”. En todos los casos se trata de
constructos sin casos, clases, sociedades o países particulares.
El problema político
que aparece aquí emana de que la transformación de la sociedad opera en el
plano de lo concreto, lo cual se contradice con la escasa operatividad práctica
de las creaciones intelectuales que intentan subsistir al margen de la
historia. Sirven, tal vez para interpretarla,
pero desde luego no son suficientes para transformarla.
Si la realidad de un país concreto de la Unión Europea o la de un capitalismo
concreto como el español es histórica, su transformación sólo se puede mover en
el mismo plano de la historia. El acceso español a la modernidad fordista en
los años sesenta o la experiencia irrepetible de una Guerra Civil, por ejemplo,
marcaron trayectorias históricas específicas. Sus consecuencias y no una
“modernidad capitalista en general” son el material con el que tiene que operar
cualquiera que se proponga tener algún éxito hoy en la transformación de la
sociedad española.
Es verdad: las
abstracciones son imprescindibles para orientarse en medio de los fenómenos
globales, para brujulear en la realidad que se pretende transformar y para no
perder el norte del propio proyecto político. Sólo si se diagnostica lo
esencial y perdurable del capitalismo podemos explicar, por ejemplo, por qué es
la propia estructura del crecimiento capitalista lo que crea destrucción e
insolidaridad y no el egoísmo fatal de sus protagonistas o una mala
política. El problema no son las abstracciones sino el uso que se hace de ellas,
especialmente cuando se ignoran sus límites. Las abstracciones no son
ficciones y el capitalismo en general es tan real como la propia globalización
neoliberal. La cuestión es que eso que llamamos aquí “real” es un resumen, una
agregación, una síntesis de todos los casos –capitalismos, sociedades,
experiencas- particulares y no fenómenos lo suficientemente concretos como para que se pueda operar
políticamente sobre ellos. Las clases sociales concretas, los países y
capitalismos particulares de Europa no quedan nunca explicados con el
suficiente acierto como para hacerlos susceptibles de transformación si se
recurre sólo a los conceptos sintético-agregados. Los conceptos también son
herramientas de transformación, pero son demasiado gruesas y eso las hace
insuficientes. El capitalismo en general –la Unión Europea en general, las
clases explotadas en general- existen, pero “existen” sólo como medias, como
agregaciones de cosas individuales que puede llegar a ser completamente
distintas entre sí aún cuando formen parte de una misma realidad capitalista.
La media que da la suma del tres y el cinco es el cuatro pero la transformación del cuatro sólo
se consigue por la vía indirecta, si previamente han sido transformados el tres
y el cinco pues las medias no existen como material empírico. Y para la
transformación de los casos particulares hacen falta herramientas mucho más
finas y precisas, mucho más pegadas al terreno.
La trascendencia
política de esta reflexión queda, así creo, bien ilustrada con el siguiente
ejemplo. El capitalismo global es un sistema competitivo, una “media” que se va
configurando a partir de un desarrollo constante de desigualdades entre todos
sus miembros. Estas desigualdades crean situaciones sociales distintas en los
países y las clases sociales particulares que lo configuran. Al tratarse de un
sistema esencialmente competitivo dichas situaciones no tienden a uniformarse
sino más bien a diferenciarse. Si tenemos en cuenta que muchos de los factores
de desarrollo no se pueden multiplicar indefinidamente, es comprensible que
aparezcan continuamente desigualdades entre países y clases sociales: un país
crea puestos de trabajo y revalúa su moneda a costa de otro, una sociedad gana
bienestar a costa de otras, unas clases acceden a más recursos a costa de
reducir dicho acceso a otras etc.. Esta situación hace imposible el surgimiento
espontáneo de sujetos opuestos al capitalismo aún cuando todos sufran las consecuencias de las mismas leyes
económicas, aún cuando todos sean víctimas del neoliberalismo. Esto explica que, a pesar de que muchos sufran las mismas consecuencias, esto produzca un agrupamiento espontáneo, una oposición de
todas sus víctimas. Todo sufren, pero en un contexto competitivo cada uno lo
hace desde situaciones históricas y espaciales distintas: los unos mitigan su
sufrimiento cuando los otros lo ahondan por mucho que todas estas situaciones
formen parte del capitalismo en general, por mucho que todas sean víctimas de
los mismos fenómenos. Esto -y no sólo los aspectos ideológicos, que
también- ha hecho de la
solidaridad entre las víctimas una situación menos frecuente que la
competencia. Aunque esto no sólo se refiere a las víctimas pues la lógica
competitiva también debilita a las clases dominantes. La mayoría de las
revoluciones triunfantes nacieron de rivalidades intercapitalistas, es decir de
los diferentes accesos nacionales al mismo “capitalismo en general” y de las
fracturas producidas por estas rivalidades. Por tanto es natural que no suceda
lo que algunos izquierdistas teorizan que debería
-conceptualmente- suceder: las
víctimas no se acercan espontáneamente entre sí en un único y universal frente
anticapitalista por mucho que la explotación del ser humano, de la naturaleza,
de la cultura y de un género por parte de otro sea un fenómeno universal, por
muy cerca que estemos del colapso ambiental y humanitario. La noción de
“multitud” de Hardt y Negri[1],
la del “proletariado mundial” de los tiempos de Mandel[2],
pero también el discurso igualmente vago y general de los “oprimidos del mundo”
que hoy se oye por ahí, forman parte de esta misma familia amable de categorías
inoperantes de naturaleza deductiva. Todas ellas presuponen que el “capitalismo
global” existe como un hecho real y no como un hecho derivado, como una
agregación construida integrada por actores que compiten entre sí y que están
situados en zonas muy distintas del mismo capitalismo. De este malentendido
concluyen que tiene que haber
necesariamente también un sujeto global maduro y operativo, aún cuando
dicho sujeto no aparezca por ninguna parte.
Esto no quiere decir
que no sea posible el acercamiento entre distintos, que sea imposible generar
una dinámica internacional de aglutinamiento de fuerzas para quebrar o, al
menos, para domesticar la lógica capitalista-competitiva. La historia también
nos demuestra que sí es posible, aún cuando se trate de acontecimientos más
bien excepcionales. Pero sucede no por el efecto automático de una determinada ley económico-política, sino cuando aparece en escena un nuevo factor: el factor “política”.
Sólo la política, que incluye muchas y variados aspectos que van desde lo
ideológico, lo emocional, lo racional y lo organizativo puede producir
aglutinantes, un acercamiento político entre las víctimas, pero nunca la lógica
capitalista en sí misma por muy destructiva que esta pueda llegar a ser. Y aquí
volvemos al principio: lo político se fragua en contextos, experiencias,
territorios concretos y diferenciados y por la acción de sujetos socializados
en espacios culturalmente únicos y distintos entre sí. En un determinado
momento, estos sujetos consiguen construir espacios comunes a pesar de sus diferencias, a pesar de vivir en zonas alejadas, lo cual requiere de una gran
inventiva, un gran esfuerzo también organizativo. Pero sobre todo requiere de una
sensibilidad para el detalle, una forma deductiva de pensar para captar las realidades particulares que
se pretenden transformar y no su eliminación a favor de un algo abstracto y
general. El movimiento alterglobalizador tuvo su éxito precisamente porque supo
combinar lo local y lo global.
En mi opinión, la
dificultad que surge a la hora de construir identidades políticas comunes
incluso en momentos de crisis sociales agudas, se debe en buena medida a la
falta de sensibilidad por lo particular, una falta que luego degenera en
formalismos verbales y conduce a un irremediable aislamiento de la izquierda.
Por tanto es la acción política, y no el “sistema” o el carácter finito de los
recursos naturales o el precio del petróleo, lo único que puede contrarrestar
los efectos centrífugos que produce el capitalismo. Cuando los clásicos del
movimiento obrero decían “proletarios de todos los países: uníos” estaban
apelando a la política y no a un automatismo provocado por la agudización de
las contradicciones objetivas, al desarrollo de la tecnología o la integración
comercial del mundo sin más, aún cuando el Manifiesto Comunista también pueda ser interpretado efectivamente de esta forma.
Por tanto es verdad
que la generalidad que aporta el concepto también es necesaria, pero sólo como
apoyatura gruesa para contextualizar los casos individuales reales, empíricos.
Es en el plano concreto de las clases, de los países y de las sociedades
particulares donde se reproducen las contradicciones reales, donde el capital
(o mejor: los capitales) despliega(n) su dinámica polarizadota, donde surgen y
se destruyen a los posibles sujetos colectivos con capacidad de impugnarlo.
Sólo en este plano se van conformando sus víctimas y, en consecuencia, los
posibles impugnadores del orden existente. La política es un trabajo de
exploración artesanal de todos los microclimas o subsistemas susceptibles de ser hilvanados y
unidos entre sí gracias a un determinado mensaje político aglutinador. Ese
mensaje aglutinador no se puede ni improvisar ni construir a partir de un ideal
abstracto, que es casi una nada en términos políticos. Sólo se puede
reconstruir a partir del material que la historia de los pueblos ha ido dejando
en el camino, de todo aquello que les toca directamente por las razones –a
veces bastante arbitrarias- que sean, de los nudos emocionales, de sus
victorias, de sus representaciones y referencias morales.
No se puede decir que
Marx fuera un pensador inductivo, que atajara sin explorar la particularidad de los hechos históricos, económicos, sociales, políticos etc. Así, por ejemplo, siempre habló de “el capital” y de las “relaciones
capitalistas” dándole un valor no inductivo sino deductivo a sus trabajo con lo cual siempre dejó la puerta abierta a la posibilidad de que las relaciones capitalistas
coexistieran con muchas otras formas no capitalistas conformando un orden más
complejo y diferenciado al que se esconde detrás del término excesivamente
sintético y compacto de “capitalismo”. El cambio de su punto de vista sobre la posibilidad de un cambio político radical en la Rusia de las comunidades campesinas lo demuestra bien a las claras. El concepto de “capitalismo” sugiere un
orden monolítico completamente penetrado por unas formas únicas de producción y
de reproducción poco diferenciables de país a país que se transformaría, de la
noche a la mañana, en un orden “superior”. Esta cuestión ha dividido a la
izquierda desde entonces: dividió a los marxistas rusos entre bolcheviques
y mencheviques y separó también durante muchos años a la izquierda
testimonial de la izquierda con capacidad de generar hegemonías sociales. Los
bolcheviques insistían en que había que partir de la Rusia real en la que se
daban relaciones capitalistas genuinas y diferenciadas mezcladas con otras de
tipo cooperativo que podrían convertirse en el germen de un nuevo orden social
(los soviets.) Los mencheviques insistían en que Rusia era un caso más de
capitalismo-en-general, con lo cual la estrategia política tenía que ser casi
idéntica a la seguida por otros partidos obreros como la socialdemocracia
alemana: había que dejar que el capitalismo siguiera madurando hasta que un
nuevo orden llamara a la puerta. Karl Polanyi ha demostrado que el capitalismo
puro no ha existido empíricamente nunca, ni tan siquiera en los países con
sociedades más capitalizadas como la inglesa del siglo XIX[3].
Dicho capitalismo puro ni siquiera existe hoy en las sociedades contemporáneas
más empapadas del orden neoliberal en el que la familia, las asociaciones
voluntarias o las relaciones de amistad marcan formas de convivencia paralelas
y alternativas. Todas ellas coexisten y están entrelazadas con aquellas y sin
ellas ni tal siquiera el propio capitalismo podría llegar a funcionar. El truco
es que muchas de ellas son el único punto de partida firme para cualquier
impugnación seria, es decir, no sólo verbal del sistema. En Rusia lo fueron las
ancestrales relaciones cooperativas que dieron nacimiento a lo soviets, en los
Estados Unidos pueden ser las redes de vecindario y proximidad, en la Andalucía
roja la cultura comunitarista conformada como reacción a los feroces procesos
de concentración de tierras durante y después la Reconquista etc. Es verdad: el acceso histórico e inductivo a
las realidades sociales lo complica todo, obliga a cada sociedad a definir sus
propias especificidades al tiempo que desacredita los atajos de la retórica
roja. Pero es el único camino.
En el centro de muchas
de las disquisiciones inductivas está muchas veces la tendencia a hacer
lecturas exclusivamente lógicas de la obra de Marx o mejor, a reducir su legado
al Primer Tomo del “Capital”. Pero el “Capital” de Marx está estructurado de
una forma que no siempre se adapta a las necesidades de la lucha política. Las
categorías relevantes para entender los comportamientos reales de los actores,
es decir para entender el transcurso empírico y desigual del capitalismo, no se
encuentran siempre en el primer tomo sino más bien en el segundo y el tercero
donde su autor analiza la competencia y la entonces incipiente autonomización de las finanzas con respecto a la economía real. No es la tasa de plusvalía desarrollada
en el Primer Tomo, por ejemplo, lo que regula las decisiones empíricas de los
capitalistas individuales, sino la tasa de beneficios que viene regulada por
los precios generados en la esfera del mercado. No es la esfera de la producción de la que se
ocupa el “Capital” en su versión completa, sino la esfera de la reproducción general
-que incluye tanto producción como circulación -y que Marx empezó a desarrollar
en el tercer tomo-, la que ofrece un esbozo de explicación de los
comportamientos de ciertas clases sociales reales. Derivar el movimiento
político directamente de las categorías del Primer Tomo es no salir de un plano explicativo que puede resultar completamente inoperante en lo político. Además refuerza los argumentos de
los críticos del marxismo pues es obvio que no es posible cambiar el mundo con tan solo meterse el primer tomo bajo el brazo.
En el limpio espacio
de la lógica, también los países tienden a convertirse en entes agregados y el
nacionalismo es un buen ejemplo de cómo se puede interpretar una sociedad
compleja compactándola, uniformizándola metafísicamente. La realidad no es así.
De la misma forma que el capital es una agregación de capitales individuales
los países también son agregaciones de clases y sectores sociales muy distintos
entre sí. Eso relativiza la acción de los países como sujetos en la esfera
internacional. Los países sólo son efectivamente compactos en el momento en el que
actúan como actores institucionales, es decir, como estados, como
administraciones, como gobiernos cuyas acciones afectan simultáneamente a todos
los ciudadanos de un determinado territorio. Pero esta visión institucionalista
de los países y de las sociedades, que de alguna forma está implícita en la
lectura nacionalista de la realidad (“somos una nación aunque sin instituciones
propias, sin Estado”) se basa en la teoría institucionalista de las relaciones
internacionales que es la que domina hoy en el establishment politológico. Si
se reducen los estados a sus instituciones, esta teoría es perfectamente
aceptable y comprensible. Pero si los países se entieden como agregaciones o
“medias” de cosas completamente distintas entre sí, es decir, de clases e intereses
diferentes y en lucha, el enfoque institucionalista se queda extremadamente
corto. Los Estados, como sostiene la teoría neogramsciana de las relaciones
internacionales, no son unidades compactas que interactuan entre sí en el plano
internacional, sino constelaciones hegemónicas dominadas por ciertas clases y
ciertos intereses sociales que no son, desde luego, los de toda la nación. Esto
significa que, en rigor, los países no sean los verdaderos sujetos del cambio
internacional sino los grupos dominantes dentro de ellos, las coaliciones de
intereses y clases transnacionales afines (por ejemplo los intereses de los
capitales financieros a ambos lados del Atlántico) que muchas veces actúan en
contra de sectores importantes de sus propios países. Los verdaderos actores,
las “fuerzas que hacen la historia” (R. Cox) son esos grupos con esos intereses
así como su capacidad de apropiarse de los aparatos del Estado en su propio
beneficio, pero no esas curiosas síntesis llamadas “países” o “naciones” [4].
Por tanto el enfoque
inductivo le abre a la política un campo inmenso al tiempo que se lo reduce al
académicismo, al rojismo conceptual y a la metafísica de izquierdas. Cuando el
capitalismo y su movimiento aparecen como una cosa teórico-monolítica situada
fuera de la historia real, no hay razones para buscar alianzas tácticas y
estratégicas, en rigor no hay posibilidad ninguna de hacer política pues los
sujetos de la política se han transformado en seres contruidos intelectualmente
sin fuerza práctica ninguna. Las alianzas entre gobiernos, grupos y clases
destinadas a arrinconar al neoliberalismo, se presentan como capitulaciones y
revisionismos del concepto primigenio que nos alejan de la meta final. En
realidad es el fin de la política, su reducción a la actividad de sectas, de
clubs de debate y de departamentos universitarios. Esto no excluye que algunos
de sus ideólogos no puedan llegar a ser brillantes analistas, creadores de
gruesas herramientas y de
impactantes agregados conceptuales. Pero nada de esto les salva de ser
minúsculos políticos –Mandel tal vez sea el mejor ejemplo de esta discrepancia
entre un gran talento teórico y un escaso talento político-. Al final se
convierten en certificadores de pureza teórica de esta o de aquella política,
evaluadores de la capacidad de la vida real (“las masas”, “los ciudadanos”) de
adaptarse a conceptos tales como “capital”, “lucha de clases”, “clase obrera” o
“emancipación”. La retórica radical acaba, por tanto, en infantilismo y,
naturalmente, en un alejamiento de los intereses, de los anhelos y de las
inquietudes de las mayorías explotadas y sufrientes que existen en la realidad.
Al final, los protagonistas de la historia acabamos siendo los gloriosos y
aburridos profesores de izquierdas. Son ellos (nosotros) los que modelamos y
polemizamos sugiriendo un hacer y un deshacer que no es más que un hacer y un
deshacer simbólico y mental. Pura impotencia.
En fin, que el
capitalismo nunca podrá ser transformado en el plano de la agregación
conceptual sino en el de las magnitudes reales
. Estas magnitudes cambian continuamente, con cada crisis industrial y financiera, con
los cambios en la composición técnica y sectorial del capital, con las
transformaciones culturales y familiares, con la evolución de los recursos
naturales en relación a su uso. Son las clases, el paisaje humano cotidiano de los diferentes
(micro)escenarios geográficos y temporales. Si queremos sumar fuerzas opuestas
al neoliberalismo hay que conocerlos con un máximo nivel de detalle, explorar
sus necesidades, incertidumbres y sufrimientos sin bloquearse con un sinfín de
aprioris que recuerdan cada vez más a un Kant reinventado en el siglo XIX. La convergencia de fuerzas
antineoliberales no se va a producir nunca automáticamente como consecuencia
del propio “neoliberalismo”, del “capitalismo” o del “colapso ambiental” sino
que hay que construirla políticamente
en un complicado y paciente juego de hegemonías. Lo político, que incluye lo
cultural, lo racional y también lo emocional-identitario, desempeña aquí un
papel genuino que en ningún caso se deriva automáticamente de la contradicción
entre capital y trabajo, de la evolución de la tasa de beneficios, del
agotamiento de los recursos energéticos o del aumento del precio de la
vivienda. No hacemos absolutamente nada si nos quedamos en el análisis de dicha
generalidad sin ver de qué forma esta influye sobre los casos, los individuos y
las clases particulares en los que se manifiestan las contradicciones de forma sumamente diferencia. Los
problemas con el lenguaje de la izquierda van por ahí y seguramente también su
aislamiento. Para refundarla no sólo hay que cambiar dicho lenguaje, sino
también desarrollar una
sensibilidad mucho más alimentada por las capilaridades de la gente real
que se levanta y se acuesta todos los días, normalmente después de una jornada
de tráfico y de trabajo agotadores. Tal vez no guste como comen y
beben los de abajo atrapados por el consumismo, tal vez no guste el chandal que llevan los fines de semana, pero ponerse del
lado de los perdedores no es sólo un proyecto estético e intelectual. Esto sí
que deberíamos tenerlo todos claro.
Madrid,
primavera de 2007
[1] Ver su “Imperio” publicado
en Paidós, Barcelona 2002
[2] Ver
también los forzados argumentos políticos de Mandel derivados directamente de
su ya de por sí forzada teoría de las “Ondas largas del desarrollo capitalista”
(Siglo XXI, Madrid 1986).
[3]
K.Polanyi: La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de
nuestro tiempo. FCE, México 1992
[4] La teoría neogramsciana de
las relaciones internacionales resalta continuamente este aspecto. Para un
introducción ver Cox, R. W.: Production, Power and Wold Order. Social Forces in
the Making of the History. Columbia Univesity Press, Nueva York
1987.
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