Cuando se habla de clases sociales desde la izquierda
transformadora aparece siempre el mismo problema. Es el problema de la relación
entre lo lógico y lo histórico, entre lo analítico y lo empírico, entre lo
estructural y lo que se va gestando diariamente en la superficie de las cosas y
de las conciencias. Cuando hablamos de la “clase trabajadora europea” nos
referimos a un grupo que ocupa un lugar determinado en su estructura social, es
la clase que genera el excedente económico principal al que sin embargo no
accede de forma proporcional a su esfuerzo. Está excluida de las grandes y
pequeñas decisiones que afectan a su condición de productores y en el plano de
la participación política también tiende a ser cada vez más un objeto de las
decisiones de otros, de las élites políticas y culturales. Desde luego existe,
pero el que existan varios millones de asalariados europeos unidos por
atributos comunes fundamentales, no quiere decir que su identificación ya nos
permita hacer política a partir de estos atributos solamente, crear una realidad en la que no ocupen el lugar subalterno que ocupan en la actualidad.
Los que aspiramos a transformar la realidad necesitamos desesperadamente de todas estas referencias analíticas. Pero estas ha de entenderse más como una herramienta de
trabajo para estudiar y generar información histórico-empírica sobre los que se
pretende influir que como la información histórico-empírica sin más. En dicha
realidad empírica, que es donde se cuece la política y la lucha de clases, lo
que existen son muchas clases trabajadoras que, por mucho que tengan cosas esenciales
en común, no por ello tienen comportamientos políticos coincidentes. La agregación de
todas ellas es la “clase trabajadora”, pero esto es una especie de media, la
suma de un sinfín de clases trabajadoras
-o subclases- diversas que sólo tienen en común características muy relevantes pero sumamente abstractas, características que no explican por sí mismas sus comportamientos políticos. Al ser una media de subgrupos de trabajadores la "clase trabajadora" es una cosa “real”, pero real no en el
sentido empírico sino real en su condición de agregación, de generalidad. Sin embargo la generalidad
no actúa como actúan las fracciones concretas de la clase trabajadora, con lo
cual, en su agregación, no puede llegar a ser nunca un sujeto político que actúa
de forma unitaria excepto en condiciones excepcionales que se dan en la historia. Al menos por ahora: ya veremos que pasa en el futuro. Esto
no quiere decir que los comportamientos políticos agregados de ese amplio
colectivo llamado “clase obrera europea” sean arbitrarios. Así, por ejemplo, el
comportamiento electoral en Alemania está aún fuertemente marcado por la clase
social y, al menos hasta hace muy poco tiempo, los votantes del partido
socialdemócrata alemán procedían en su inmensa mayoría de las clases trabajadoras
alemanas. Algo parecido se puede decir para el partido socialista francés y
también para el español.
De todas formas hay varios factores que SIEMPRE, y no sólo en los tiempos
del neoliberalismo, han dividido o incluso enfrentado a las clases trabajadoras
de los diferentes países o incluso de dentro del mismo país entre sí. En primer
lugar está la dinámica competitiva del capitalismo que tiende a enfrentar a
unos trabajadores contra otros de la misma forma que enfrenta a una fracciones
del capital o de la burguesía contra otras, bien sea dentro de un mismo sector,
bien sea entre sectores distintos –por ejemplo la tensión entre los empresarios
orientados a los mercados interiores y aquellos otros orientados a la
exportación; por cierto: un conflicto muy relevante para las izquierda pues los
primeros son más proclives a aceptar aumentos salariales que los segundos- pero
sobre todo, y aquí estamos hablando de Europa, entre países e incluso regiones
entre sí. Esta realidad competitiva de nuevo convierte el concepto de “clase
trabajadora” en un magma diverso y aparentemente indiferenciado de situaciones
de vida y de trabajo, de actitudes subjetivas y de condicionamientos objetivos
que resulta muy poco operativo para hacer política. La razón es que da por
solucionada la tarea principal que tiene encomendada la política: la formación
de bloques sociales hegemónicos a partir de un sinfín de piezas inicialmente
diferentes o incluso enfrentadas entre sí, la construcción de algo coincidente
a partir de una diversidad incesante. La etnia, la lengua, la nacionalidad, la rama, la
especialización profesional, incluso la patria chica en ciertos países con
mercados interiores muy poco desarrollados como España antes del despegue
desarrollista en 1960, son factores que fragmentan o incluso atomizan
considerablemente lo que, visto sólo en el plano teórico-analítico, DEBERIA ser
un único sujeto político enfrentado al capital pero que en el plano empírico,
histórico de las cosas obviamente no lo es.
La acción política, es decir,
ideológica, cultural, expresiva, organizativa etc. es el único ingrediente con
capacidad de influir sobre esta dispersión, es decir, de generar comunidades y
solidaridades, de aglutinar ahí donde, de forma espontánea, proliferan las
diversidades, la dispersión e incluso la competencia. El fordismo europeo –no
así el español- es el resultado de un pacto entre capital y trabajo que acercó
a trabajadores de diferentes grupos entre sí. Primero en el espacio urbano
(barriadas obreras), luego en las empresas (grandes plantas industriales y
terciarias), en tercer lugar por razones tecnológicas (el trabajo de oficio
asociado a la individualidad y al gremio es desplazado por el trabajo abstracto
de la era de la gran industria). Pero sobre todo en la nación que es el principal
demiurgo político del siglo XX que, por primera vez en el capitalismo, se ve a
sí misma como la suma de “ciudadanos”, de seres libres e iguales con los mismos
derechos formales. El neoliberalismo ha destruido parte de todo esto forzando
de nuevo la individualización de los trabajadores: la dispersión de las cadenas
de valor añadido y la fragmentación de los grandes conglomerados empresariales,
la atracción de obreros a zonas residenciales menos compactas sociológicamente, la exacerbación del
consumo comercial y del individualismo cultural etc. con factores poderosos que
actúan en este sentido.
¿Cómo se refleja esto en el plano europeo? Las políticas
neomercantilistas del comisario europeo Jaques Delors fueron el último intento
allá por finales de los ochenta, de mantener políticas europeas para el
desarrollo interno de los países de la Unión Europea dentro del marco general
de la globalización neoliberal: todos los países debería y tenían derecho de
desarrollar capacidades productivas propias y competir económicamente de forma
razonable y mínimamente regulada en el plano internacional. Desde la unificación alemana a principios de
los ochenta y el desplome del Sistema Monetario Europeo, sin embargo, esta
política, apoyada en su día en Bruselas por las fracciones del capital europeo
vinculado a las manufacturas, preferentemente metalmecánicas fuertemente
dependientes de los apoyos financieros y tecnológicos de los gobiernos, y por
los sectores vinculados a la producción de bienes de consumo, ha tocado fin.
Este final ha arrastrado una buena parte del poder de negociación y del poder
organizativo de las clases trabajadoras asociadas a estos sectores: el sector
del automóvil con su enorme rosario de empresas auxiliares organizadas en
cascada que, aunque ha sido siempre fuertemente exportador, ha sido muy
dependiente siempre de las políticas industriales nacionales; los trabajadores del textil, de la
alimentación, del calzado y de otros bienes de consumo cuyos empresarios pueden
recuperar sus inversiones mucho antes si aumenta el poder adquisitivo de los
salarios etc. Muchas grandes empresas, que antes eran aún “nacionales”, tenían
importantes infraestructuras creativas propias (I & D, marketing
estratégico, diseño etc.) vinculadas al territorio de los Estados, a sus
ministerios y tradiciones industriales, lo cual produjo una clase de técnicos y
profesionales tendencialmente unida a los trabajadores manuales. Dichas
infraestructuras altamente creativas han sido liquidadas, compradas o
absorbidas por empresas extranjeras que no han dudado ni un minuto en clausurar
cuando les resultaban redundantes, o en concentrarlas en su propio patio: en
las zonas nodales de Europa.
Las zonas nodales son aquellas en las que tienen sus grandes
sedes sociales los ganadores de la competencia intraeuropea. Se encuentran
cerca del poder político y mediático de los países compradores de tejido
empresarial europeo (Alemania, Francia y Gran Bretaña por este orden), en el
territorio de los países fundadores de la actual Unión Europea, y en ellas
también se encuentran, no por casualidad, los resortes del poder comunitario.
Es una franja de territorio bastante pequeña que nace en el sur de Gran
Bretaña, cruza el Canal de la Mancha para barrer zonas importantes del Benelux,
del norte de Francia –con la Isla de Francia como epicentro- y luego extenderse en dirección sur a
ambas orillas del Rin -donde se encuentra la sede de las finanzas y del
parlamento europeos así como las
sedes y los centros de investigación del capitalismo renano- para luego rozar
los distritos financieros suizos y morir en las zonas ricas del norte de
Italia. Es un territorio continuo y compacto que le da ese rostro civilizado,
culto y ecologista a la idea excesivamente idealizada que muchos tienen de
Europa. Naturalmente hay ramificaciones importantes que llegan hasta las
capitales de los Estados y sus ciudades importantes como Barcelona. También hay
bolsas que se conservan fuera de esta franja en aquellos países donde los
Estados aún tienen una función reguladora importante como Francia, Escandinavia
o Austria. Con todo: probablemente su territorio no suma mucho más más del 15%
de todo el territorio de la Unión Europa aunque es responsable de más del 50%
de su valor añadido anual y prácticamente de todas las decisiones estratégicas
importantes que afectan al conjunto del Cotinente. Es también el mapa de los trabajadores realmente
cualificados, de los cuadros técnicos, de los creadores, diseñadores
especialistas en derecho, en finanzas y economía, aunque también de los grandes
poderes políticos de la Unión Europea. Muchos son autónomos, pero otros muchos
son asalariados aunque las diferencias entre una condición laboral y otra sea
cada vez más borrosa y muchas veces intrascendente para una parte significativa
–no para todo- de este colectivo
La izquierda consiguió acumular recursos de poder importante en los años
del fordismo porque una buena parte de él se alió con el mundo del trabajo
manual y con los trabajadores públicos. Eso dio aquellas mayorías de la
izquierda en los años setenta que aún recordamos con nostalgia.
Por tanto: la dinámica neoliberal ha generado tres grandes
zonas en Europa. Estas se pueden “medir” estadísticamente a partir de la
densidad de las ocupaciones del grueso de sus clases trabajadoras y a partir de
muchos indicadores cualitativos y cuantitativos.
La Europa Linda es la que acabo de describir: alta densidad de
cuadros, creadores, opinadores oficiales, profesionales cada vez más alejados
física- y culturalmente de las fábricas y empresas para las que trabajan en
última instancia a través de un sinfín de eslabones de subcontratación. La mayoría
de estas regiones han ido evolucionando políticamente hacia un ecologismo
fuertemente urbano y de marcada adscripción terciaria, así como hacia partidos
especializados en defender derechos individuales (partidos como el Radical
italiano). Su ecologismo está más bien poco interesado por la cuestión social
que, por lo demás, queda lejos de los barrios históricos que están colonizando
estos grupos en un proceso que ha sido muy estudiado y es conocido por
“gentrificación de los barrios históricos” donde han aumentado de forma
exponencial las familias unipersonales que viven con su perro y su gato y que
sienten que no tienen nada en común con las clases populares –inmigrantes
incluidos- que aún habitan las viejas porterías y los pisos insalubres. La Europa Linda es el escaparate mediático
y político de la Europa “civilizada”, una Europa que parece demostrar lo
indemostrable: que es posible conciliar apertura económica desregulada y
desarrollo social para todos. La mayor parte de estos colectivos laborales son
ganadores del neoliberalismo o al menos no son sus principales víctimas. Son
cultos y sibaritas y se identifican con su trabajo: desempeñan ocupaciones para las que se han venido
preparando a lo largo de una larga vida de esfuezo y compromiso con lo que
hacen. En Cataluña son muy sensibles al discurso identitario, en Euskadi menos,
en Madrid muchos andan moviéndose
hacia el Partido de Rosa Díaz, un partido que nace en los ambientes lindos de
Bilbao. Los países con más concentración de zonas de la Europa Linda son, hoy
por hoy, Alemania –a pesar de que Alemania del Este nunca ha logrado entrar en
este club- , Austria, Holanda y Finlandia. Las balanzas por cuenta corriente
son todos estos países son fuertemente positivas. Francia y Gran Bretaña tienen
estructuras más diversificadas
aunque Londres y la Isla de Francia son dos de los núcleos estrella de esta
linda Europa Linda.
La segunda zona es la Europa
Subcontratada. Es el primer anillo económico-laboral plagado de empresas
con menguantes ocupaciones-cabeza,que rodean a la Europa Linda. Aquí se
concentran las ocupaciones vinculadas a la industria con sus innumerables
servicios directos anexos (mantenimiento, limpieza, servicios comerciales de
menos valor añadido), es decir, las grandes plantas industriales con sus
empresas subcontratadas de primer, segundo y tercer nivel. Las clases
trabajadoras más “tradicionales” siguen poblando estos espacios que, sin
embargo, se han desgajado de los centros de decisión política y económica
nacionales a los que pertenecían en los tiempos del fordismo. La ampliación
hacia el Este de la Europa Subcontratada la ha dilatado en el espacio pero no ha hecho aumentar los
puestos de trabajo vinculados a él con lo cual se ha generado una competencia
considerable entre trabajadores, regiones, gobiernos y administraciones locales por intentar atrapar inversiones cada vez más escasas
a SU territorio subcontratado, para SUS trabajadores subcontratados, para SUS
localidades subcontratadas, para SUS naciones subcontratadas. Son espacios
plagados de carreteras que dependen del bajo precio de los carburantes
fósiles pues sólo así se pueden poner en solfa las interminable cadenas de
valor añadido que atraviesa ya todo el Continente tras treinta años de apuesta
institucional por el transporte privado. Su recelo del ecologismo y de la crítica del transporte público no tiene sólo
una explicación ideológica pues la vida laboral de muchos de sus
integrantes es terriblemente cambiante ya que los contratos tienden a ser cada
vez más temporales a medida en que se baja en la cadena de
subcontratación.
En la Europa
Subcontratada vive y trabaja el grueso del trabajo organizado, trabajo que
naturalmente tienen cada vez menos capacidad de presión frente al capital dadas
las facilidades que tiene hoy este para moverse de un lugar a otro. En el
plano sindical esto lleva a una suerte de “corporativismo para la
competitividad”: empresarios y sindicatos se ponen de acuerdo para ser más
competitivos. Se congelan los salarios y precariza el empleo siempre que sea
posible y con el fin exclusivo de pegar más duro hacia fuera y con tal de
conservar un par de puestos de trabajo algunos años más. La tasa de beneficios
se recupera o frena su caída pero el enemigo deja de estar en casa para pasar a
instalarse al otro lado de la frontera estatal, regional o empresarial. Esto
multiplica los pactos interclasistas librados casi siempre a costa de los
segmentos más vulnerables de las clases populares que acaban optando por no
expresarse políticamente. En las regiones con una alta densidad de “territorio
subcontratado” como Navarra o Castilla León, tal vez también Cataluña, su
economía, su política social, su sistema político, son enteramente dependientes
de las decisiones que se toman hoy en la Europa
Linda. Es aquí donde se decide el futuro de partes sustanciales de su
tejido productivo con lo cual sus autoridades apoyan siempre el lado del
capital en las negociaciones con tal de que este no cumpla sus amenazas de deslocalización
que provocaría una aumento de desempleo inasumible políticamente. Polonia,
Alemania del Este y las repúblicas de Chequia y Eslovenia, han sido
expresamente configuradas por el capital europeo-alemán para convertirlas en
partes de la Europa Subcontratada.
Están bien preparadas para competir con las regiones más antiguas como las
españolas, entre las que se encuentra en todo caso el cinturón industrial de
Barcelona: los salarios son más bajos, las cualificaciones más elevadas y el
ambiente ideológico envidiable para el capital. Una parte del catalanismo radical, que habla más en términos territoriales que de clase, tiene aquí su base real: partes de Cataluña están perdiendo su protagonismo como espacio importantes de la Europa subcontratada. Pero de estos no se le puede hacer responsable a Madrid sino al neoliberalismo.
Son regiones que “exportan” pero en realidad no
se trata tanto de exportaciones como de comercio intraempresarial pues a lo que
se dedican es a producir componentes, piezas, bases logísticas y comerciales
que forman parte de las mismas cadenas continentales de valor añadido que no
conocen ni montañas, ni lenguas, ni gobiernos y que están cada vez más en manos
de los segmentos sociales superiores de la Europa
Linda. Este tipo de comercio
permite maquillar la balanza por cuenta corriente con respecto al gran monstruo
alemán que es el gran orquestador del nuevo orden europeo, el país con el mayor
sector exterior en relación con las posibilidades de desarrollo de su –inmenso-
mercado interior de 82 millones de habitantes.
Los países con moneda propia
(Eslovenia: -1,8%, Polonia: -3%, República Chequa -4,2) han sido más exitosos
como zonas subcontratadas que otros vinculados al euro como España, Portugal e
Irlanda de cuyas patas cuelga el lastre del euro, la moneda hecha por y para
los ricos de Europa y para impedir que a los países que mandan en Bruselas le salgan competidores industriales en el sur. En los países del Este, los trabajadores de la Europa
subcontratada no tienen ninguna vocación de solidaridad europea ni nada que se
le parezca. Después de la traumática cura de caballo de los primeros años
noventa empresas, trabajadores y autoridades locales hacen una piña para
defender su lugar en la Europa Subcontratada. Esto, naturalmente, exacerba el
nacionalismo, o mejor: el nacionalliberalismo, una fórmula corrosiva que se
acabó estrellando en la Primera Guerra Mundial dejando un rastro millones de
muertos. Una situación así hace imposible avanzar hacia un sindicalismo europeo
de clase y solidario que vaya mucho más allá de los aún demasiado precarios
Comités de Empresa Europeos o los aún más enclenques espacios para desarrollar
la participación de los trabajadores en las sociedades anónimas europeas. Pero
la Europa subcontratada tiene una pequeña ventaja para los trabajadores que la
pueblan con respecto a la tercera región: las inversiones transfronterizas que
acuden a su territorio son intensivas en capital fijo y el capital fijo no
vuela de la noche a la mañana como la inversiones financieras e inmobiliarias
que son las que, en buena medida, configuran la tercera zona, la de la Europa en Venta. Esto les permite contener la precarización laboral.
En la Europa en Venta
o bien no han existido nunca capacidades productivas significativas (espacios
tradicionales incorporados de forma rápida a la modernidad capitalista), o bien
la hubo y fue desmontada con mayor o menor alegría por los gobierno
neoliberales como aquellos ingenuos presididos por Felipe González. Estos espacios no tienen mucho que ofrecer a sus poblaciones pues
esas mismas políticas neoliberales erosionan lo público, su única fuente
potencial de desarrollo. Por tanto sólo les queda la venta de su patrimonio
natural y cultural: paisajes, playas, ciudades históricas, recursos naturales
son “puestos en valor” con el fin de atraer capital, casi siempre especulativo,
de otros lugares. Las élites locales tienen aún menos capacidad de maniobra
frente a los inversores extranjeros que las de la Europa Subcontratada. Sus clases trabajadores están a caballo entre
un mundo tradicional abandonado violentamente a su suerte –y por tanto con
pocas cualificaciones adaptadas a la nueva situación social y dispuesto a
dejarse sobreexplotar en el sentido literal del término-, y una modernización
pilotada por los grandes intereses inmobiliarios y turísticos foráneos. La
tipología laboral dominante aquí es el trabajo temporal que se complementa
relativamente bien con la agricultura tradicional que también es estacional,
pero sobre todo también el trabajo autónomo.
Es difícil que esta amalgama
laboral atomizada se traduzca de forma espontánea en algo parecido a la conciencia de clase. Todo
lo contrario –y se recomienda aquí la lectura del “18 Brumario de Louis
Bonaparte” de Marx-: el individualismo tradicional –familia nuclear, desigualdades
de género, ética del hombre hecho a sí mismo en una dura pelea personal contra
la naturaleza, contra las demás personas y empresas- forma parte esencial de
estos espacios, lo cual los convierte en presa fácil de la derecha y de la
ultraderecha. A medida que se van llenando de hoteles y empresas de la
construcción más grandes, se van creando islotes de una clase obrera más compacta y con
cierta capacidad de respuesta sindical. Pero su entorno sigue dominado por esa
fuerte atomización en microempresarios que ven su país y su región como
una S.L. haciéndose más que sensibles a la berlusconización, la gran
amenaza que se cierne sobre los territorios de la Europa en Venta. Sus puestos
de trabajo dependen en gran medida de los grandes flujos de capital turístico e
inmobiliario, es decir, están directamente conectados con el neoliberalismo y
depende de él para respirar. Tampoco esto facilita su movilización social. Los
países con zonas en venta más extensas en relación con su territorio son
Chipre, Letonia, Bulgaría y Rumanía, seguida por los demás estados bálticos y
naturalmente el litorial español que tiene la tradición más antigua y salvaje
de autoliquidación de su patrimonio, de su belleza y de su naturaleza desde
los tiempos del franquismo cuyas élites han conseguido subrogarse hasta hoy en
el nuevo espacio monárquico. Todos estos países tienen balanzas por cuenta
corriente negativas muy superiores al -5%, con Chipre, Grecia, Letonia y
Bulgaria muy a la cabeza: todo espacios que no han sabido o podido prestarse a
convertirse en parte de la Europa
Subcontratada.
¿Qué hacer con
este mosaico?. Personalmente no veo ninguna posibilidad de articular una fuerza
social europea nucleada alrededor del trabajo y no de la renta, si no se dan
los siguientes condiciones:
a.) reducción de la orientación externa de la economía y su
sustitución por un aumento de la demanda interna basada en el desarrollo de las
mancomunidades, en el aumento de los salarios sobre la base, por ejemplo, de
una reconversión social y ambiental. Esto se podría entender como una
“provincialización” de las clases trabajadoras. Nada más lejos de la realidad.
Quiere decir simplemente que la dialéctica entre lo local y lo global es más
compleja de los que piensan los (neo)liberales y algunos izquierdistas poco
avispados. Sólo un desarrollo sostenible en lo social y lo territorial hacia
dentro genera un desarrollo solidario hacia fuera, sólo así puede llegar a
nacer un internacionalismo europeo: los trabajadores de los países deben
relacionarse entre sí, pero sólo conseguirán hacer que sus intereses sean
coincidentes si su trabajo y sus recursos no dependen de quitárselos a los
trabajadores de otros países y de otras regiones: para que haya solidaridad
tiene que suprimirse la competencia, tiene que haber café para todos y no sólo
para los más agresivos y poderosos. Los trabajadores vinculados a la
exportación tienen que disminuir frente a los trabajadores vinculados al
desarrollo interno de países y regiones.
b.) el mundo
europeo del trabajo sólo conseguirá imponerse al mundo de la renta (intereses
financieros y renta inmobiliaria) si consigue sellarse una alianza tácita entre
al menos los siguientes grupos:
1.) lo que queda de los
trabajadores fordistas tanto industriales como sobre todo terciarios Estos han
cambiado su distribución en el espacio (por ejemplo ha aumentado enormemente su
dispersión geográfica), pero no nos engañemos: su número ha aumentado en
términos absolutos, al menos en España;
2.) los empleados públicos y
sectores sustanciales de los trabajadores del sector privado. Esto sólo es
posible si queda reestablecido el pacto de solidaridad fiscal entre clases
medias y clases populares, pacto que destruyó el neoliberalismo: los trabajadores
privados tienen que reconocer que un sector público fuerte no les perjudica
sino que mejora sus condiciones de vida y de trabajo (inspectores laborales,
médicos, maestros para sus hijos, transportadores públicos, etc.)
3.) tiene que producirse de nuevo
una aproximación entre profesionales urbanos y trabajadores menos
cualificados/clases populares. El escenario que se cierne ahora sobre la
izquierda del Estado español tendente a crear un partido de profesionales
urbanos, es preocupante. Antes que una iniciativa segmentadota como esta, que
se alimenta de la división entre el Grupo Verde Europe y el Grupo de la
Izquierda Europea, hay que hacer todo lo posible por fundir lo rojo con el
verde, por fraguar una alianza entre lo que se llamaba “las fuerzas del trabajo
y la de la cultura” ir, en todos los países de Europa, a una refundación de la
izquierda basada en esta alianza no en su alejamiento como ha pasado ya en
otros países;
4) una aproximación entre el
mundo asalariado y el mundo de los autónomos. Esta aproximación a los
trabajadores autónomos en torno a un programa de nacionalización de la banca,
de creación de redes cooperativas de microempresas, de políticas industriales
activas de dimensión local –las mancomunidades me parecen esenciales- y de una política que incentive la
reducción de los niveles de subcontratación, es fundamental en países como
España, Italia, Portugal, Polonia o Bulgaria donde representan más del 20% de
toda la población activa. Si no se consigue fraguar esta alianza se decantarán hacia opciones de ultraderecha.
c.) La creación de una caja común en Europa que al menos
redistribuya el 1% de todo el PIB europeo. Esto obligaría a revisar
drásticamente la fiscalidad europea, a combatir la competencia sin fin entre
regiones y clases trabajadoras locales y a darle al gobierno de la Unión
Europea una legitimidad democrática mucho mayor. Las nuevas políticas europeas
debería orientarse al desarrollo interno de los países antes que insistir en
tratar de convertir Europea en el “espacio más competitivo del mundo” como reza
el Tratado de Lisboa. Una política redistributiva así generaría muchos puestos
de trabajo dependientes de la solidaridad comunitaria, puestos de trabajo de
calidad y bien pagados, regulados por el interés general, puestos al servicio
de la reconversión social y ambiental de todos y cada uno de los países y
regiones. Esto despertaría a en el plazo de media o en una generación algo así
como una identidad europea basada en el trabajo, en la participación, en la
producción socialmente razonable y en la solidaridad entre pueblos y países.
Sería no sólo el paso previo para la creación de una “clase trabajadora
europea” que pueda verse a sí misma como un actor colectivo, sino a cerrar
definitivamente la sórdida brecha que separa el rojo y el verde que amenaza
abrirse de nuevo en el Estado Español y que acaba beneficiando siempre al gran
capital. Una vez constituido, ese actor colectivo, podría plantear metas más
ambiciosas como la configuración de una sociedad de tipo socialista para el
siglo 21.
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