Vamos
a hablar de la reinvención de un país, de un país de países. Utilizo la palabra
“país” para no empezar polemizando: no es relevante, a estas alturas, que lo
llamemos nación -o nación de naciones- y no es suficiente que lo llamemos
“estado” pues no se trata de proponer una nueva cáscara institucional sino algo
más hondo y sentido que afecta no sólo a la organización colectiva de recursos
y personas, sino también al sentimiento, a la identidad.
Los
países no existen desde el principio de los tiempos, los países se inventan y
luego se van construyendo con políticas decididas y persistentes. Inventar no
se refiere aquí a un proceso puramente cultural e ideológico, si bien los
bocetos y los diseños son importantes. Inventar es, sobre todo, empezar a mirar
las mismas cosas de otra forma, hacerlo desde los problemas por resolver en el
presente, significa definir, a grandes rasgos, cómo se quiere que sea ese país,
extraer de su larga y contradictoria
historia aquello que queremos sirva de referencia para un nuevo diseño, aquello
que queremos que “encaje” en nuestro modo de verlo desde hoy para proyectarlo
hacia el futuro. El resultado debería ser un nuevo proyecto institucional,
jurídico y cultural. También un proyecto identitario común, que es la tarea que
ha quedado siempre pendiente en todos los intentos que ha habido, desde el
siglo XIX, de combinar unión y diversidad en España.
En
el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX esta clase de cosas las
hacían las élites intelectuales,
profesores, clérigos y periodistas y, en menor medida también determinados
artistas de referencia. Eran ellos los que vertían las intuiciones y formulaban
las propuestas, las hacían circular, las debatían en la esfera pública de la
época y empujaban a los políticos a incorporarlos a sus programas de gobierno.
La ciudadanía permanecía en gran medida al margen debido a su bajo nivel
cultural y al elevado coste de la información. Hoy el proceso tiene que transcurrir
de otra forma. Disponemos de una ciudadanía, sobre todo femenina,
extraordinariamente formada y los costes de la información tienden a cero: la
invención del nuevo país puede y debe ser un proceso de creación colectiva en
el que la sociedad civil tenga un protagonismo nuevo y central. La complejidad
técnica de un proyecto así es evidente pero las cuestiones técnicas se
fundamentan siempre en un espíritu, en una intencionalidad política. De ese
espíritu y de esa intencionalidad se trata aquí en este momento.
Hay
dos aspectos que hay que tener en cuenta antes de empezar:
a.)
inventar un país pasa por sumar acuerdos políticos y sociales amplios que,
tendencialmente tienen que abarcar un espacio muy abierto del espectro
ideológico;
B.)
pero hacerlo significa, también, hacer una propuesta normativa propia, en este
caso desde una perspectiva “progresista”, si bien sabemos que esta palabra,
como también la palabra “izquierda”, está cambiando su significado en los
últimos años a veces frenando la exploración de espacios comunes debido a su
fuerte carga identitaria heredada del pasado.
Mi
hipótesis es la siguiente: aún reconociendo que hacen falta consensos
ideológicos amplios, las fuerzas “progresistas”, las que, por simplificar,
anteponen la solidaridad a la competencia y la ley del más fuerte, son hoy las
mejor situadas para tomar la delantera de un proyecto como el que nos traemos
entre manos. ¿Porqué?
Por
que el neoliberalismo y las dinámicas competitivas que emanan de su lógica de
funcionamiento y de sus convenciones culturales, las fuerza insolidarias que
estas desencadenan hacia dentro y hacia fuera de los países y su ideología del
estado mínimo son incapaces de fraguar una colectividad perdurable. El
neoliberalismo ha generado un tipo de persona nueva, algunos de cuyos rasgos
-autonomía, subjetividad, cultura y formación- son esenciales para la aventura
política que estamos proponiendo. Pero el neoliberalismo es una forma de
organizar la vida social que alimenta los nacionalismos excluyentes y la
cultura de la competencia como fórmulas de organización social mientras predica
la necesidad de un estado mínimo, un estado limitado a ejercer funciones
represivas, a facilitar la actividad de los grandes actores empresariales y a
intervenir en los mercados financieros con los impuestos de los
ciudadanos. Es una forma de entender la
sociedad basada en la cancelación de los proyectos cooperativos y solidarios
por los que apostaron la mayoría de los gobiernos tras el desastre de dos guerras
mundiales en menos de treinta años. No es necesario reclamarse del
“progresismo” o de la “izquierda” pero parece imposible inventar hoy un nuevo
país, al menos uno que permita superar la situación de bloque en España, a
partir de fermento político que llamamos “neoliberalismo”.
Lo
que nos traemos entre manos no es organizar una especie de gran tertulia sino
alcanzar una serie de conclusiones con capacidad de desbloquear la situación y
para eso tenemos que ceñirnos a la
realidad antes que al deseo: no todos caben en el proyecto. La situación nos
obliga a identificar aquellos posicionamientos que resultan incompatibles con
el nuestro con el fin de definir un espacio argumental nuevo con capacidad de
reafirmarlo, de hacerlo crecer y para luego, tal vez dialogar con otras formas
muy distintas de ver el problema. Esto no quiere decir que no nos interesen sus
opiniones o que tanto las suyas como las nuestras no puedan cambiar por el
camino. Significa que su participación al principio del proceso hará imposible
construir los consensos necesarios para alcanzar los objetivos que aquí nos
hemos propuesto y, si lo hacen, otros ciudadanos, probablemente mucho más
numerosos, acabarán abandonándolo. Por el respeto que nos debemos los unos a
los otros esto hay que decirlo al principio del camino.
Tres
son los proyectos incompatibles con nuestra propuesta.
A.)
el de aquellos convencidos de que la nación española está inventada para
siempre. Admite varias variantes que van desde la que se siente continuadora
del golpe de Estado contra la Segunda República, hasta aquella otra que ve en
el constitucionalismo de 1978 una nueva manifestación, igual de definitiva y
cerrada, de dicha nación.
B.)
el de aquellos que apuestan por hacer state
building en la era neoliberal lo cual pasa por la destrucción de lo que
llaman el “estado español”: los independentistas, para entendernos;
C.)
el de aquellos otros que, buscando un espacio entre los dos anteriores,
apuestan por una confederación de naciones. También estos dan dichas naciones
por ya inventadas para siempre y lo que proponen no es sino una unión
burocrática de constructos dados como existentes desde tiempos inmemoriales.
Las
tres nos parecen incompatibles con el proyecto de creación de algo nuevo porque
manejan una visión ahistórica y congelada del hecho identitario y del hecho
nacional en particular: ”España”
“Cataluña” “Euskadi” etc son entidades que cabe encajar o desencajar entre sí
de forma novedosa. pero la naturaleza de dichas entidades es considerada un
hecho cerrado y definitivo. Las dos primeras son evidentemente incompatibles
entre sí y la tercera es un cómodo intento
de no tomar partido y cada vez más el deseo de empujar a algún despistado hacia
la segunda. La naturaleza ahistórica de la idea de nación que manejan las tres explica
el estancamiento político que vivimos en la actualidad, estancamiento que
contiene el germen de una voladura generalizada de la convivencia en España y
en Europa, el germen de la vuelta al período de entreguerras.
¿Cómo
se inventa un nuevo país, una nueva nación?. Tenemos dos precedentes muy
cercanos a mano: los proyectos de construcción nacional de nacionalistas
catalanes y vascos. Nos han enseñado cómo se construye un nuevo sistema
administrativo a lo largo de dos generaciones, una nueva identidad, una nueva
cultura lingüística, un espacio económico propio, nos han enseñado a escribir
una nueva historia. Por razones sustanciales su proyecto de nación no es,
ciertamente, el nuestro pues están convencidos de que lo que han venido
haciendo es darle una armadura institucional a un alma colectiva eterna que
hasta entonces no tenía esqueleto estatal propio con lo cual se veía obligada a
esconderse entre los bosques y las montañas. Lo cierto es que se trata de
territorios que han accedido antes a la modernidad capitalista que el resto de
España y fundamentan esa ventaja histórica, que formulan en términos de eterno
anhelo de separación y diferenciación, en una superioridad de lo propio. Pero
también esos territorios accedieron a la modernidad a partir de una situación
de “atraso” previo que les hacía aparecer como advenedizos en los procesos de
construcción nacional de la época y no hay mejor ejemplo que la bandera de
Euskadi, un plagio casi exacto de la del Reino Unido. Quieren cerrar el quiosco
de la invención de las naciones ahora que ellos ya han inventado la suya propia
sin caer en la cuenta que todos
tienen derecho a hacer lo que empezaron a hacer ellos en la segunda mitad del
siglo XIX, de que hoy estamos obligados a hacerlo.
Para
Oriol Junqueras, según escribía en un memorable artículo publicado en La
Vanguardia en 2011, las esperanzas de regeneración de España que abrió el
movimiento 15-M son incompatibles con los objetivos del independentismo pues
podrían alejar a muchos ciudadanos catalanes del deseo de ser independientes
arrojándolos a los brazos de un movimiento de renovación que pudieran compartir
con el resto de los españoles. Es rigurosamente cierto. Las izquierdas no han
sabido interpretar las consecuencias de este análisis y en vez de poner en
marcha una operación de reinvención colectiva de un nuevo país como han hecho
los nacionalistas, han visto en los independentistas una suerte de aliados en
su lucha en favor de la regeneración del país. Resulta difícil de comprender
pero lo cierto es que no han caído en la cuenta, de que no es posible aliarse
con aquellos que intentan liquidar aquello que uno pretende regenerar pues el
intento de liquidación provoca, ahora y en todas las épocas y situaciones
conocidas, una reacción de defensa y conservación de lo establecido, una
reafirmación de la nación que ahora se ve en peligro en detrimento de lo que
pretendía ser una agenda regeneradora bienintencionada. ¿Realmente es tan
difícil haber previsto lo que está pasando? Una parte de las izquierdas ha afinado
mal su puntería en una suerte de ingenua ciencia política estilo Walt Disney.
Al no tener proyecto propio de país se han arrojado a los brazos de los enemigos
de la regeneración aceptando con sonrisas su propio secuestro: sufren el
síndrome de estocolmo que lleva al secuestrado a cortejar al secuestrador.
Aclarado
todo esto estamos en condiciones de abordar lo que queremos poner encima de la
mesa aquí: la invención de un nuevo país. Pero antes de hablar de fiscalidad,
de territorio, de culturas lingüísticas, de historia, de tradiciones
democráticas o sobre el contenido de la nueva identidad, tenemos que ponerlos
de acuerdo sobre los principios que deberían cimentar el nuevo proyecto común.
Son su base y necesitan ser sólidos, coherentes entre sí, así como reunir
consensos fuertes para que puedan soportarlo.
Mi
propuesta, que no deja de ser una primera lista abierta, es la siguiente:
1.) Defender la integridad territorial de los
estados es hoy, en plena era neoliberal, un objetivo deseable en sí mismo. Hoy
por hoy, los estados son los únicos constructos con capacidad de hacer frente a
las corporaciones, a los mercados financieros, de poner en marcha procesos
redistributivos importantes, de abordar las tareas destinadas a frenar el
cambio climático, a activar programas de inversión capaces de afrontar el
problema de la cantidad y de la calidad del empleo etc. La existencia de
estados fuertes y su integridad territorial no es condición suficiente, pero sí
es una condición necesaria para abordar estas y otras muchas tareas que son los
grandes retos a los que se enfrenta hoy la civilización humana. Sólo si avanza
el proceso de integración Unión Europea sobre bases democráticas y solidarias,
es posible prescindir hoy de estados fuertes en beneficio de un espacio
supranacional que cumpla sus funciones.
2.)
El nuevo país de países tiene que nacer de una lógica solidaria antes que
competitiva: los territorios tienen que coordinarse para no robarse los
impuestos, las inversiones, los recursos naturales y los servicios sociales los
unos a los otros. Si apostamos, desde posiciones humanistas o “progresistas”,
por una Europa en la que los países ricos les tienen que permitir a los los
países del sur equilibrar sus balanzas de pagos, desarrollar una base productiva
propia y acceder a la modernidad en condiciones dignas y socialmente justas, no
tiene ningún sentido continuar con las rivalidades latentes o explícitas entre
territorios que se abrieron con el diseño autonómico de 1978 y que se han
exacerbado con el procés. No se trata
de crear una cultura de la subvención de los territorios pobres por parte de
los ricos. Se trata de que estos últimos colaboren en la movilización de
recursos para que aquellos puedan desarrollarse a partir de los suyos propios,
sobre todo de su fuerza de trabajo, de su propio acerbo cultural, productivo y
natural.
3.)
El nuevo país no podrá construir espacios de solidaridad si no se apoya en una
identidad compartida que les de legitimidad. Si las regiones ricas de Europa y
de España en particular tienen tanto interés en remarcar la existencia de
identidades propias es porque saben que estas
debilitan la empatía con los territorios con menos recursos
potencialmente destinatarias de los procesos redistributivos. Las identidades
se reproducen de forma ciega o de forma consciente y planificada. En los
espacios tradicionales se van (re)generando como un producto espontáneo
resultante de la transmisión de valores, referencias e imaginarios de unas
generaciones a otras en el seno de la familia tradicional y de la comunidad.
Los intelectuales y periodistas modulaban los procesos de configuración
identitaria desde fuera, pero la inercia era determinante. Esta inercia explica
la tendencia a considerar la identidad como un producto ahistórico y no
político, como algo “natural” que afecta al sentimiento y a los espacios
privados, en definitiva a espacios muy distintos a los “artificios” estatales e
institucionales en general.
Pero
las cosas ya no son así. Las identidades ya no se construyen de forma ciega
sino planificada. Lo hacen
principalmente a través de la escuela pública obligatoria, que sustituye en
gran parte a la familia, y a través de los medios de comunicación de masas, que
sustituyen a la comunidad y el vecindario de antaño. Cuanto más “tradicional”
sea la sociedad, tal y como sucede aún en los espacios rurales o en las
localidades pequeñas y apartadas, más activa es la familia y la comunidad como mecanismos
de reproducción identitaria. Pero las instituciones y los medios de comunicación
incursionan cada vez más profundo en estos espacios colonizando hasta el último
pueblo y protagonizando un proceso de construcción cada vez más política, cada
vez más diseñada y planificada. Si en algún punto se quedaron cortos los
intentos de refundar España en los siglos XIX y XX, es en la incapacidad de las
élites regeneracionistas de construir de forma sistemática y consciente una
nueva identidad acorde con el proyecto regenerador que, en realidad, compartían
la mayoría de los territorios en aquellos años. Pero los procesos de
regeneración madrileño, catalán, vasco o andaluz de los dos últimos siglos han
tenido una trayectoria centrífuga antes que unitaria justamente porque nadie se
ocupó de inventar esa nueva identidad compartida que pudiera haber desembocado
en una República de territorios solidarios. Y esto, a pesar de que sus
programas, sus inquietudes y sus sensibilidades llegaron a ser muy similares
entre sí.
4.)
El nuevo país de países, y la nueva identidad sobre la que tiene que construirse,
tienen que dotarse de una cultura plurilingüe en todo el territorio. La lengua
es el principal fermento de la identidad y la situación que vivimos en España
tiene mucho que ver con la incapacidad de las élites políticas de pensar una
cultura lingüística que recoja, proteja y unifique la riqueza lingüística de/en
todos sus territorios a la vez y no sólo en los llamados “históricos”.
Naturalmente: no se pueden enseñar las 4 lenguas cooficiales en todos ellos .
Pero la cultura plurilingüe que proponemos, y que debe crearse en todo el territorio del estado, tiene
que ser simétrica en lo que se refiere al número de lenguas impartidas, unas
obligatorias, otras optativas. Hay cientos de publicaciones que ilustran cómo
se construyen proyectos lingüísticos exitosos, los problemas que pueden surgir
y las formas de solucionarlos. Los beneficios culturales y cognitivos de crecer
en un entorno de este tipo están fuera de dudas y la elevación generalizada del
nivel cultural de la población otro de sus resultados. La posibilidad, el
derecho y la obligación de conocer el catalán, el euskera o el gallego
significa, además, que los no catalanes, los no vascos y los no gallegos podrán
aspirar, por fin, a ser funcionarios públicos en estos territorios. Desde 1978,
las lenguas se han venido utilizando como arma de enfrentamiento entre
identidades tenidas por terminadas. Pero no es ese el único destino que le
puede asignar al extraordinario acerbo cultural que significa la existencia de
cuatro lenguas vivas. Construir una cultura plurilingue es un programa de dos
generaciones que empieza con las cuñas publicitarias y los doblajes en la
televisión, la transmisión de segundas y terceras lenguas en la primaria, la
naturalización del uso de varias de ellas en los medios de comunicación. Pero
también continúa ya, de forma natural, en el seno de las familias pues el
número de matrimonios con un doble trasfondo lingüístico crece cada año en
España.
5.)
La idiosincracia del nuevo país debe obedecer al principio de simetría. Si
consideramos que las naciones son construcciones históricas y si nos proponemos
crear una nueva, no tiene sentido seguir distinguiendo eternamente entre
“naciones viejas”, consideradas naturales y legítimas, y “naciones nuevas”
consideradas artificiales y producto de iniciativas burocráticas estatales. Es
lo mismo que mantener eternamente la distinción entre los “viejos” y los
“nuevos” ricos pues los primeros también fueron “nuevos” en algún momento de la
historia y los segundos se convertirán en “viejos” con el paso de los años. Si
Cataluña ha “madurado” como nación, esto es el resultado de la iniciativa de
políticos, periodistas, intelectuales y muchos otros actores que teorizaron su
segmentación cultural del resto de España con el fin de hacerla más y más
diferente: el “provincianismo”, el “regionalismo” y el “nacionalismo” no son
sino estaciones de un proceso que también tuvo su hora cero en algún momento en
el que la mayoría de los catalanes no tenía la sensación de ser otro “país” o,
menos aún, otra “nación”. Es verdad que, ya desde la Edad Media, la estructura
social de “Cataluña” es distinta a la de “Castilla”. Pero esa diferencia
también afecta a determinados territorios dentro de Cataluña y no digamos
también dentro del reino de Aragón, o a los de la inmensa “Castilla” en la que
conviven espacios sociales, tradiciones legales, dialectos y muchas otras cosas
muy diferentes entre sí. Las lenguas ayudaron mucho a convertir sociedades
diversas en un sociedades percibidas
como únicas, pero ya hemos visto que las culturas lingüísticas se construyen
políticamente y, con ello, la propia percepción de la particularidad de lo
propio y de ese nuevo país que vamos a construir.
Creo
que ha llegado el momento de romper, de una vez por todas, con el discurso de
los “derechos” o “nacionalidades” históricas cuya legitimidad fundamento tiene
una raíz esencialmente lingüística, y que hoy es utilizado para asentar
privilegios de unos ciudadanos frente a otros. Si el código civil catalán fue
una fuente de diferenciación fundamental durante siglos es porque la estructura
social de una parte importante de Cataluña -desde luego no de toda- era
efectivamente diferente a la de Andalucía o a la de Castilla la Vieja, lo cual
explica y legitima la existencia de un sistema jurídico propio. Pero el efecto
unificador de la modernidad capitalista no ha pasado en balde, el Estado, el
mercado, la sociedad de consumo, las instituciones, los medios de comunicación
y muchas otras cosas han venido unificando las
condiciones de vida y de trabajo de las personas al sur y al norte del
Ebro. Esta uniformización es contradictoria, está plagada de desigualdades y
guarda una relación tensa con la diferenciación cultural y las identidades
locales, pero deja sin efecto muchas de las razones esencialistas que legitiman
la vigencia de los “derechos históricos”. Pensar, en los tiempos que corren,
que se van a poder afrontar los retos del presente reproduciendo el estatismo
del derecho natural es engañarse y engañar a la población. Todo esto no es una
uniformización arbitraria, es una forma contemporánea de combinar
particularismo y solidaridad, uniformización con diversidad, solidaridad con
pluralidad y asimilación colectiva de lo mejor de todas las tradiciones. Si
encontramos la fórmula para conseguirlo, habremos dado un paso de gigante hacia
la solución de muchos de los problemas que afectan a Europa y al mundo en
general. Merece la pena intentarlo, pero desde la simetría.
6.)
El sexto principio que yo, en este momento, estoy en condiciones enumerar es el
principio de la preservación. Me refiero con “preservar” a una determinada
forma de tratar los recursos -naturales y culturales, lingüísticos y
arquitectónicos, humanos y sociales, educativos y etnográficos- que rompa con
una forma de entender la modernidad basada en la idea de “destrucción
creativa”, en la liquidación continuada de patrimonio y recursos -tangibles e
intangibles- en favor de unas décimas más de crecimiento económico, de unos
años más de paz social, de consensos políticos y sociales cada vez más efímeros.
Nuestra historia está llena de expulsiones en masa: de musulmanes, de judíos,
de afrancesados, de heterodoxos y de republicanos, episodios de liquidaciones
del adversario en cuatro guerras civiles en 150 años que han cristalizado en una
determinada forma de entender la identidad de España incompatible con cualquier
proyecto regenerador y consensuable. Esta plagada de destrucción de paisajes,
de tramas urbanas, de costas y de edificios históricos que empezó en los años
del desarrollismo pero que continuó después de 1978 hasta hoy. No estamos
hablando sólo de crear una nueva convivencia basada en la tolerancia del
distinto, en la diversidad y el respeto de las otras personas, culturas e
ideas. Estamos hablando, además, de un país en el que también se respeten las
“cosas” valiosas que nos pertenecen a todos, incluídos nuestros hijos, pero que
no tienen voz. Los recursos que no pueden defenderse de sus destructores
-normalmente intereses privados a corto plazo- pero son otro de los sustratos
sobre los que se asienta una identidad compartida: son un acerbo colectivo que define
la individualidad de un país, de una región o de una ciudad y que, además,
representan un océano inmenso de
recursos para construir una sociedad, una economía y un proeycto cultural sobre
bases sostenibles.
7.)
El sexto principio es la necesidad de que el nuevo país se asiente en una
cultura democrática avanzada. Esto quiere decir que, más allá de la retórica
participativa, del problema del sistema electoral, más allá del intento del
independentismo de camuflar su proyecto detrás de un falso problema
democrático, hay que reforzar los espacios en los que los ciudadanos están realmente en contacto directo y
cotidiano con los problemas que les afectan y las instituciones destinadas a darles
una solución. Estos son los municipios: eso, y no otra cosa, es aplicar el
principio de subsidiariedad. Hacerlo nos obliga a elevar su autosuficiencia, su
dotación presupuestaria, su colaboración mancomunada y su capacidad de generar sistemas
productivos a partir de recursos endógenos. Hay que idear mecanismos
encaminados a promover dicha participación en el control y la aplicación de los
presupuestos, promover la transparencia en su administración: tanto de los
recursos públicos muebles -los caudales públicos- como inmuebles -el
territorio, los espacios y edificios públicos, los recursos naturales-. Es muy
difícil que la regeneración de un país pueda llegar desde arriba en sociedades
tan complejas como las nuestras, que llegue al margen de la implicación directa
de un número importante de ciudadanos, que llegue sólo de la mano de las élites, bien sean estatales o autonómicas.
Esto pasa por que las comunidades autónomas cedan parte de su presupuesto, de
sus funcionarios y competencias en beneficio de las corporaciones locales.
8.)
El acercamiento de las instituciones al ciudadano tiene que venir acompañado de
un rearme del espacio estatal para que pueda hacer de paraguas protector de la
vida municipal frente a las grandes fuerzas económicas, financieras y políticas
que intentan apropiársela. Solo un estado fuerte puede aplicar políticas
redistributivas importantes y enfrentarse a la lógica ultracompetitiva propia
del neoliberalismo y a la mercantilización extrema de la vida que este postula.
Este rearme no tiene que significar centralización y ni siquiera pasa por
mantener la actual concentración de los tres poderes del estado en una sola
ciudad. Significa concentración de recursos, sí, pero combinada con una gestión
compartida de los mismos a través una nueva cámara territorial, de una nueva
forma de intervención de las comunidades autónomas y de las corporaciones
locales en las decisiones estatales. La capitalidad oficial tiene que ser
necesariamente una, pero la capitalidad real puede ser compartida entre varias
ciudades como sucede en Alemania donde la sede del poder judicial está alejada
de la del legislativo y el ejecutivo. Esta separación, que puede afectar a
muchos otros órganos del Estado, facilitaría la división de poderes, crearía un
funcionariado estatal con fuertes convicciones federales, y contribuiría a
crear una cultura en la que la puesta en común de recursos no tuviera que
quedar asociara a la centralización en
el imaginario de la población. Porque, y aunque parezca paradójico sin serlo en
absoluto: antes de desarrollar económica, cultural, productiva y
lingüísticamente todos los rincones del territorio, antes de descentralizarlo
realmente hay que concentrar recursos procedentes todos ellos con el fin de
distribuirlos luego en función de los criterios acordados de forma
consensudada. Es esta la cuestión y no tanto el dilema “centralización”
versus “descentralización” que es el que
viene operando desde 1978.
9.)
La sociedad del futuro es la sociedad del conocimiento. Es posible aprevechar
esta inciativa para adelantarse a ella descentralizando el sistema
universitario y de I + D y creando distritos universitarios únicos para proceder
después al desarrollo de espacios especializados en determinadas áreas de
conocimiento distribuidos entre todos los territorios del país a través de la
descentralización de la investigación, la creación de colegios mayores
destinados a facilitar la rotación de estudiantes, de profesores y de
investigadores. Este sistema de movilidad le transmitiría a la juventud
universitaria una idea de país de países y, además permitiría incluir a regiones
y ciudades, hoy situadas en la periferia del sistema educativo, científico e
informacional, en un sistema integrado de centros especializados de generación
y transmisión de conocimientos en el que pudieran cursar estudios no sólo los
que han nacido cerca de los grandes centros terciarios, sino sino los mejores,
independientemente de su extracción social y, esto es nuevo, independientemente
de su lugar de residencia: el territorio debe dejar de ser una fuente de segmentación
social. Un sistema así permitiría descentralizar las capacidades de I&D y
crear polos de desarrollo en zonas hoy periféricas basados en la expansión del conocimiento,
de la excelencia investigadora y de la comunicación entre expertos. Si en la
Universidad de Valencia, por ejemplo, existiera una buena tradición de
investigación de movimientos sociales se deberían movilizar recursos
procedentes del todo el Estado para
crear centros de excelencia en la Universidad de Alicante en este área particular
de conocimiento, si bien también habría que crear infraestructuras
habitacionales y becas para que estudiantes de postgrado de toda España
pudieran cursar en ellas los estudios relacionados con esta especialización. Y
así área de conocimiento por área de conocimiento siguiendo el ejemplo de
algunos centros de investigación del CSIC. También esto exige una concentración
de recursos como paso previo a la distribución territorial y la
“descentralización” de los mismos.
Hay
seguramente otros principios que podrían añadirse a esta lista pero se trata de
empezar y algunas de mis propuestas son tal vez excesivamente concretas pero
sólo se depuran las ideas poniéndolas en marcha. Propongo crear una red de
intercambio de propuestas e ir poniéndolas sobre papel de forma ordenada y
sistemática con el fin de crear un corpus coherente que avancen de lo general a
lo particular, es decir, que partan de una serie de principios generales que se
vayan concretando con propuestas de contenido constitucional, cultural, fiscal,
de organización territorial etc, Historiadores, fiscalistas, constitucionalistas,
lingüistas, sociólogos, antropólogos, empresarios, sindicalistas…pero también
personas con capacidad de extraer de su experiencia personal conclusiones
constructivas enmarcables en el proyecto general que estamos proponiendo, son
invitados a participar. Iríamos escribiendo y consolidando dichas propuestas,
discutiéndolas en coloquios estatales para ir dotándolas de coherencia interna,
para ir suavizando los desencuentros más espinosos e ir reafirmando los
aspectos más consensuables. El resultado podría ser un documento de 300
páginas, acompañado de un resumen, que podríamos llamar “Una propuesta de país
de países” o “Una propuesta federal para España” o algo parecido. Habría que
moverlo con el fin de ganar adhesiones y, después, hacer presentaciones en las
sedes de los partidos políticos, de los sindicatos, de las organizaciones
sociales, en los medios de comunicación. De esta forma podríamos esquivar el
bloqueo que, por diferentes razones, hoy sufren muchas de estas insituciones para
abordar un debate tan urgente como el que estamos proponiendo aquí empujándoles
a coger el toro por los cuernos como es su obligación. La sociedad civil pedirá
la palabra y eso facilitará el desbloqueo.
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