El
espacio social y cultural que hoy llamamos “Alemania” voló en mil pedazos tras
la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia a principios del siglo
XVII. Abarcaba un extenso territorio que en parte era producto de la
colonización de las zonas del Este -hoy partes de Polonia, de Rusia y de otros
estados menores- por parte de las órdenes de caballería teutonas. Las fuerzas
democráticas apoyaron su reunificación en el siglo XIX porque esta permitía
romper el particularismo post-feudal y crear un país basado en los ideales de
ciudadanía, de igualdad y de libertad que irrumpieron en Europa tras la
Revolución Francesa. Pero la cosa se complicó casi desde el principio. Primero
porque se trata de un territorio demasiado grande como para que su unificación
no alterara el delicado equilibrio de fuerzas en el Continente. Y segundo
porque la unificación la acabaron liderando las fuerzas militaristas herederas
de las órdenes de caballerías y del expansionismo territorial de Prusia, ambos
muy alejados de las tradiciones emancipatorias de los territorios del Oeste
vinculadas a los movimientos democráticos del XIX. El resultado fueron dos
guerras mundiales que rompieron de nuevo la unidad y la extensión territorial
del país provocando cambios tectónicos en todo el Continente.
En 1989
se vuelven a unificar dos grandes territorios separados por la guerra, pero sin
superar las claves señaladas. No se trató de una unificación sino de la absorción
de un territorio por parte de otro, el más reaccionario de los dos. Alemania
volvió a adquirir unas dimensiones incómodas para el resto del Europa, en este
caso económicas: no es lo suficientemente grande para imponerle su criterio al
resto del Continente, pero tampoco lo suficientemente pequeña para actuar como
un país más. El Alleingang alemán
-su andadura en solitario- se volvió a instalar en el centro de la realidad
europea. Si la Alemania reunificada hubiera sido el resultado de una fusión de
las tradiciones democráticas la de la RFA -democracia política- y la de la RDA
-democracia social- la situación creada después de 1989 habría sido una buena
noticia para las fuerzas democráticas de toda Europa, de todo el mundo. Eso era
lo que querían los movimientos ciudadanos que en 1990 apostaron por disolver la
RDA: el inicio de un proceso constituyente en el que las dos entidades
estatales se integraran en una nueva construcción basada en valores
democráticos. Pero tampoco esta vez la unificación fue liderada por las fuerzas
democráticas. El resultado fue más bien la absorción cuasi-imperialista de la
RDA por parte de la RFA, o mejor: de sus sectores económicos más influyentes, absorción que llevó al rediseño neoliberal del proyecto europeo. La nueva Alemania ya no es la
que salió derrotada en dos guerras mundiales, pero su sociedad alberga
sectores, poderes, culturas políticas y redes de fidelidad continuadores de aquella. La
instrumentalización, por parte de las potencias anglosajonas, del Estado
nacionalsocialista para contener el avance de las reivindicaciones populares en
toda Europa, les devolvió a estos
sectores una parte del poder a partir de 1949. Hasta 1989 tuvieron que adoptar
una actitud discreta pero a partir de esa fecha se acabó la discreción y hoy
practican un revisionismo que condujo al desastre Yugoslavo y que, en Ucrania,
se ha traducido en el apoyo a las
fuerzas neofascistas que tumbaron a Yanukóvich.
¿Qué
puede pasar ahora? Alemania es una sociedad de clases como todas y hay muchos
grupos, y no sólo uno, que pujan por influir en su política exterior. Una fracción, la más
peligrosa, es la que apuesta por un nuevo Alleingang:
cancelar los pactos con el resto de Europa -sobre todo Francia- que encorsetan
a Alemania en una cultura del multilatealismo que dan por amortizada. Esta fracción plantea incursionar
hacia el Este de nuevo a costa de Rusia, aunque esta vez por medio de la
colonización económica combinada con la presión militar, es decir por medio de la OTAN que representa justamente esa combinación. Sus principales aliados son las dos potencias
atlánticas que, a pesar de su decadencia, controlan el sistema financiero internacional; y su política es la de la neocontención del bloque Rusia-China que amenaza la
hegemonía anglosajona en el mundo. Este sector no reconoce las necesidades de
seguridad de Moscú frente al expansionismo militar alemán y ha sido muy activo
apoyando el derrocamiento de Yanukovich. Su política hacia el sur de Europa es
despiadada porque da por amortizada la Unión Europea. Esta fracción está por
sacar su moneda del euro que ya no ven necesario a pesar de que elevaría el
precio de las exportaciones alemanas. El economista Hans-Werner Sinn, un duro
neoliberal de ideas revisionistas que dirige un importante instituto económico del
país, plantea que no sólo es técnicamente posible hacer frente a la revaluación
de la moneda nacional, sino políticamente deseable para desprenderse de los
pobres del sur una vez hundida la base industrial de estos últimos. El segundo bloque no la da
por amortizada la Unión Europea. Considera peligroso este cambio y plantea la
necesidad de mantener las viejas alianzas con Francia, sus compromisos con el
proyecto europeo y evitar que este vuele por los aires: en definitiva mantener lo que históricamente ha sido la Unión Europea. Una parte del alma Angela Merkel, la
socialdemocracia y los sindicatos vinculados a las grandes empresas
exportadoras, abrazan hoy por hoy esta opción, aunque en el gabinete de Merkel
hay gente que coquetea en la sombra con la primera, probablemente para forzar una mezcla entre esta y la primera. Esta apuesta que se mueve entre la primera y la segunda de las opciones, es la que hoy amaneza a los griegos si votan a Syriza, probablemente -al menos hoy por hoy- sin arrojarse (¿aún?) a los brazos del primer escenario, algo hoy (¿aún?) políticamente imposible en Alemania. El tercer escenario viene
de la mano de los sectores que apuestan por un reforzamiento del mercado interior
alemán subiendo salarios y en detrimento de unos exportadores cada vez más
agresivos. Esta opción relajaría la presión comercial sobre el resto de Europa
dándole la posibilidad de equilibrar sus balanzas comerciales y de reforzar el contenido democrático, es decir, político y redistributivo del proyecto europeo. Apuesta no por esta sino por otra Europa, una Europa solidaria a través de la mutualización de la deuda, la renegociación de la deuda siguiendo el ejemplo de la conferencia de Londres de 1953 y por una
desmilitarización de las relaciones internacionales.
Aquí se
concentra el potencial civilizatorio de una nueva Alemana. Hoy por hoy es la
única de las opciones que puede abrir una salida emancipatoria a la crisis
económica y europea. Son los aliados potenciales del Sur pero sólo se impondrán
en su país, si el propio Sur es capaz de generar un contraponer al eje
Alemania-Austria-Finlandia-Países Bajos cuyos sectores exportadores tienden a coqueterar, más o menos en la sombra, con la primera de las opciones. Es imposible que un país
sólo pueda generar este contraponer y una voladura del euro trabajaría hoy en
favor de la primera de las opciones que tendría un efecto multiplicador sobre
las fuerzas más reaccionarias en
varios países de Europa, sobre la opción primera. La alternativa es la la formación de un eje
mediterráneo compuesto por Portugal, España, Italia y Grecia. La coordinación
de este eje con las fuerzas que en Francia, Alemania y otros países europeos
apuestan por la tercera opción, podría marcar el inicio de un nuevo
internacionalismo europeo con capacidad de frenar las políticas anglosajonas
que intentan bloquear la formación de un mundo multipolar. El mundo entero podría cambiar si
los países del Sur de Europa son capaces de crear ese eje y Rajoy/De Guindos
son, hoy por hoy, sus principales torpedeadores precisamente porque no proceden de Alemania sino de un país hundido por la crisis.
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