Publicado en Crónica Popular 8 de noviembre 2017
Quince años de capitalismo popular inmobiliario han
tocado a su fin en 2008. La crisis económica es la más grave desde 1929 y
comienza el declive de un período que ha girado alrededor de un objetivo
central: sustituir la solidaridad por la competitividad, la cooperación por el
mercado, la renta por el trabajo.
En realidad esto no es del todo verdad: la solidaridad,
la cooperación y el trabajo se admitieron y se admiten, pero no en la esfera de
lo público sino en la de la familia y de las empresas. Es imposible ser un
autónomo competitivo sin la solidaridad de una esposa muda que hace las camas y
el cocido. Es imposible ser una empresa competitiva sin que trabajadores y
patrones cooperen en pactos asimétricos en los que los propietarios se llevan
los beneficios y los trabajadores poco más que una vaga promesa de conservar su
empleo un par de semanas más. ¿Qué tiene que decir el proyecto republicano en
esta tesitura?
Desgajar la cultura de los cambios sociales es trinchar
un cuerpo vivo. Georges Orwell
escribió lo que intuye cualquier persona: quien escribe el pasado escribe el
futuro. Berlusconi es inconcebible sin la revisión de la historia del antifascismo
italiano en los años 1980. La gran coalición monetarista que se firma en la
transición española es inconcebible sin la castración de la conciencia sobre la
experiencia republicana, una experiencia en la que no sólo se acumularon
errores sino también propuestas para dar solución a una serie de problemas
estructurales de la historia moderna de este país, problemas que perduran.
La Segunda República fue el resultado de un ciclo largo
y acumulativo en la búsqueda de soluciones a estos problemas, de construcción
de nuevas organizaciones políticas y de nuevas identidades al margen de la
España eterna, uniforme y socialmente injusta. Comenzó con los movimientos
regeneracionistas vinculados al krausismo y continúa con el 98 y los
movimientos de renacimiento/reinvención cultural y política en Cataluña,
Euskadi, Galicia y en menor medida en Andalucía e incluso en Castilla. Toda esto
coagula en la oposición a la Dictadura de Primo de Rivera que representa el
continuismo del siglo XIX. Eclosiona con la Segunda República y se acelera
durante la guerra civil en un acto de creatividad colectiva de gran vitalidad. El
interés de esta experiencia para abordar la situación actual radica en la
persistencia de dos problemas históricos que viene arrastrando el país desde el
siglo XVI y que el pacto constitucional de 1978 y la integración en una Europa
cada vez más competitiva han agravado. Primero: la destrucción de la sociedad
de productores frente a la sociedad de propietarios, de rentistas financieros e
inmobiliarios; y segundo: la necesidad de destruir cada vez más cultura, más
trabajo, más naturaleza y más territorio para poder crecer un poco más con el
fin de asegurar una mínima estabilidad política.
La experiencia republicana es muchas cosas pero hay que
resaltar dos: en primer lugar fue un intento de sustituir la renta por el
trabajo y en segundo lugar fue la culminación de una larga sucesión de
descubrimientos, de regeneraciones y preservaciones de la parte viva del país,
de su patrimonio compartido. Arrancó con el inventario de recursos culturales,
sociales y naturales que pasaron a ser identificados como colectivos, como
patrimonio tangible de toda una nación viva, creadora y laboriosa -o de varias
de ellas- frente a las expresiones abstractas de un país retórico y formal.
Bien fueran sociales y humanos, bien fueran naturales y paisajísticos, bien
culturales y lingüísticos, todos estos recursos servían para trenzar un suelo
nuevo con el que romper las costras de la España Eterna, con el que acercar al
país a aquellos que lo creaban diariamente, de quitárselo a los que no hacían
sino maltratarlo, ignorarlo, consumir el grueso del excedente por su mera
condición de propietarios, gobernar a espaldas de las mayorías y malgastar la
riqueza en guerras coloniales destinadas a perpetuar precisamente esa economía
de rentas tan injusta socialmente.
El proyecto republicano se articula en torno a dos ejes
que evolucionaron en sentido distinto aún cuando ambos partieran de
motivaciones comunes: por un lado
el eje que planteaba la regeneración a partir de un impulso fundamentalmente
elitista reforzado por aglutinantes identitarios abstractos. Es la apuesta de
los ideales wilsonianos de paz universal, de la comprensión de España y de Europa
como unidades de destino, de las ideas puras desprovistas de objetos
sensoriales, de la actualización de viejos mitos imperiales y postimperiales
envueltos ahora en un ropaje de laicidad pero que seguía reventando de
metafísica. Aquí, la influencia de Kant, o mejor, del neokantismo ha sido
decisiva y, a largo plazo, del todo nefasta para la evolución ideológica del país. Pero también se articula alrededor
de otro eje que planteaba la regeneración a partir de una idea de país en la
que lo social, lo laboral, -especialmente en unión con lo natural- son
reconocidos como fundamentales, incluidas todas sus manifestaciones culturales.
El material del primero son el ser, las ideas puras de
Estado, de Justicia, de la Historia y de la Cultura. El material del segundo es
la existencia, la vida de las personas y la necesidad de redistribuir recursos
para que dicha existencia gane el protagonismo en la vida política y cultural,
para que se convierta en fuente de creatividad. Sí: parte del material ideológico que dio nacimiento a la Segunda República Española es una anticipo de todo el existencialismo europeo. El ser trabaja con objetos
ideales y construye estructuras. La existencia trabaja con objetos sensoriales, opera
con subjetividades y les atribuye a la clases populares un protagonismo central
en la definición del rumbo de la propia regeneración. El primer eje se puede
ejemplificar con la figura de José Ortega y Gasset pero también con la de un
Menéndez Pidal o de un Gregorio Marañón. El segundo parte de la subjetividad
colectiva lo cual explica la importancia que tuvieron los poetas en su
definición y puesta en práctica: Antonio Machado, María Zambrano, Alberti,
García Lorca o Miguel Hernández. Este eje coloca a las mayorías -activas o
pasivas- en el centro de la explicación, de la legitimidad y de la
transformación social y cultural.
Aunque habría que definir también un grupo mayoritario e intermedio que,
como el caso de Miguel de Unamuno, Manuel Azaña o Julián Besteiro, adoptan posiciones
ambiguas y cambiantes entre ambos extremos.
La República nació
como agregación conflictiva de los tres ejes: el primero, el segundo y el
intermedio. Pero fue evolucionando hacia una alianza entre el intermedio y el
segundo, alianza que se refleja en la aproximación entre las clases trabajadoras
y las clases medias instruidas, entre los partidos republicanos y los partidos populares.
Esa alianza fue hegemónica durante la Segunda República y ni pudo ni quiso
acomodarse con el régimen franquista. Por el contrario, el primer eje y parte
del intermedio no tuvo demasiados problemas en cambiar su republicanismo por un
acercamiento a la opción modernizadora representada después por el discurso
tecnocrático del Opus Dei, discurso que se nutre de un modelo elitista de
gestión social teorizado en los años de la postguerra y que asalta los
gabinetes restauradores de la Guerra Fría. Todos ellos serían hoy monárquicos
sin ninguna duda.
Aquel primer grupo, especialmente la figura de Ortega y
Gasset y sus continuadores (Julián Marías, Diez del Corral etc.), se acabó
consolidando como la principal referencia intelectual de la gran coalición que
congeló la transición democrática a medio camino. En su nombre se construyó un Estado
del bienestar pagado con renta financiera que no con trabajo, un Estado del
bienestar dependiente del gran poder de la banca que es quien lo financiaría a
cambio de un tipo de interés, ese impuesto que tiene que pagar toda la sociedad
a los tenedores de bonos que son normalmente los que más tienen. Un Estado del
bienestar construido sobre el monopolio que sustentan unos pocos máximos
accionistas con vínculos familiares entre sí en la gestión de las grandes
empresas del país. Este proyecto de transición es esencial- y profundamente monárquico
porque separa y aisla zonas sustanciales de la sociedad de la dinámica
democrática. Por eso se lleva tan bien con el neoliberalismo. El neoliberalismo
tampoco puede funcionar sin dejar temas esenciales fuera de la decisión de
los ciudadanos: las finanzas y las grandes empresas, la política exterior y el
Ministerio del Interior. Produjo una sociedad de consumidores endeudados,
atomizados y ultracompetitivos, un ambiente cultural que no acabaría nunca de
tocar la madera última del país, demasiado receptivo al discurso postmoderno,
demasiado ciego al destrozo a cambio de una parcela y un chalet adosado con
barbacoa y aroma químico de churrasco. Un país nuevorrico como dicen los
portugueses con razón. Produjo un
país con poco que ofrecer intelectualmente al resto del mundo. Y esto a pesar
del extraordinario aumento de las cualificaciones que, eso hay que
reconocérselo, produjo el el estado del bienestar pagado con endeudamiento, con
renta financiera.
Pero sobre todo es un modelo que
sigue necesitando destruir para subsistir, destruir incluso las bases del
propio Estado del bienestar: el trabajo. Tiene que destruir trabajo con
desempleo, destruir saberes con precarización, destruir naturaleza, edificios y
ciudades con especulación, destruir diversidad cultural con políticas de
monolitismo lingüístico de uno y de otro signo, políticas de competitividad sin
fin entre territorios. Tiene que
destruir energía vital y creatividad con ese retraso incesante de la
edad de emancipación juvenil. Pero sobre todo necesita destruir cualquier
visión de conjunto del país y del mundo, cualquier forma de economía de toda la
casa, de cooperación territorial, todo lo que nazca de un gesto de racionalidad
compartida, todo eso que dos generaciones le consiguieron arrancar al
individualismo feroz del franquismo.
Sólo un país con, cito a Gerald
Brenan en su “Laberinto español” «una creencia tan grande en los milagros, con
tanto desprecio por el trabajo, tanta impaciencia y tanto gusto por la
destrucción» (cierro cita) puede portase tan mal consigo mismo. Sólo el
ejército de un país así puede hacer una guerra para destruir su propio pueblo,
liquidar a sus propios creadores, a sus propios pensadores, a sus propias
lenguas y trabajadores cualificados. Sólo las élites de un país así pueden
destruir sus manifestaciones culturales más íntimas y propias o mirar a otro
lado cuando se trata de hacer justicia con las víctimas inocentes de su
vandalismo, víctimas que siguen
enterradas en las cunetas. Pero lo que muy bien intuye Brenan, y con él muchos de
nuestros admirados hispanistas, no es tanto el producto de una determinada
mentalidad, de un determinado arquetipo antropológico. Es el resultado de una
correlación social que es justamente la que se intentó cambiar tanto en 1931
como en las luchas de la transición, una correlación que volvió a consolidarse
con la derrota republicana y con la gran coalición turnista de los años ochenta
del siglo XX. Sociedad de rentas frente a sociedad del trabajo, destrucción
frente a preservación y sostenibilidad: esas son los dilemas que unen los
proyectos de la Segunda y de la Tercera República.
La renta inmobiliaria necesitan
destruir para generar dividendos y para eso necesita reducir el territorio a un
espacio económicamente desamortizado, carnaza de la revalorización, del pillaje
y de la puesta en valor económico privado. La Segunda República hizo todo lo
contrario: el territorio entendido como espacio paisajístico, como coordenada esencial
de la vida social, como objeto no sólo intelectual sino sobre todo sensorial, es
uno de los principales protagonistas del intento de superación de la
enajenación que sufría el país de sí mismo, que sigue sufriendo de sí mismo. Es
verdad, algunos lo llenaron de metafísica rancia proclive al fascismo, al
monarquismo y a la cultura de la renta. Pero toda la generación del 98 como la
de la República fue una generación de caminantes y viajeros que se recorren el
territorio palmo a palmo. El objetivo no era sacarle un provecho instrumental
al territorio, como el que persiguen los nuevos empresarios que hoy rebañan los
rincones de la geografía en busca de huecos para sus insaciables operaciones
inmobiliarias. El objetivo era descubrirlo y abrirlo al conocimiento, pues se
trataba de espacios encapsulados por el olvido, tenidos por muertos e
inservibles, páramos productores de beneficios para rentistas. De repente se
convirtieron en espacios plagados de recursos, recursos que había que hacer visibles
porque encerraban la sabia viva del país.
El movimiento
regeneracionista y republicano era reparador, preservador. Se trataba de hacer
una aportación activa a su desarrollo,
bien en forma de desarrollo cultural de las masas campesinas, como queda
patente en aquellas misiones pedagógicas y en el deambular tranqueante de “la Barraca”,
bien para estudiarlos sistemáticamente como las salidas de los miembros del
Centro de Estudios Históricos en busca de romances populares, de formas de vida
ancestrales, de aperos prerromanos y hablas desconocidas. Pero también para
crear condiciones dignas de vida como pretendía el movimiento higienista que se
tomó en serio nuestro Guadarrama y muchas otras cordilleras, una más hermosa
que otra pero rodeada hoy por anillos desmadrados de cemento y arizónicas. Leyéndolos,
uno tiene la sensación de que la coexistencia entre el rojo y el verde no sólo
es posible sino necesaria, pues el campo sin trabajo y sin cultura no existe,
se convierte en un mero soporte instrumental de la cultura de la renta.
Es verdad que la
motivación principal de este andarse las comarcas, los campos, los pueblos y
los barrios fue en muchos casos de contenido estético y puramente cultural, que
muchas veces toda esa especulación sobre el paisaje contribuyó a crear nuevos
mitos tanto en Castilla como al norte del Ebro. Sin embargo, hay una idea que
salva toda esa tradición para las generaciones presentes y futuras: la idea de
que es posible encontrar un equilibro entre naturaleza y civilización. Por eso
no se trataba de una simple búsqueda de santuarios naturales, de un negacionismo
simple de la civilización. Incluía la reivindicación de lo sublime contenido en
la sencillez de las creaciones populares, de las casas, de los cobertizos, de
los adobes y de los puentes, de esa adaptación al medio natural de lo humano
encerrado en un medio hostil como es el de una economía natural de valores de
uso abandonada a su suerte durante siglos, poblada por mayorías incultas,
embrutecidas por un trabajo que no deja tiempo para disfrutar de formas más
elevadas de existencia, un trabajo sin apoyos, huérfano, subordinado a los
imperativos de la renta, incapaz de tomar conciencia de sí mismo.
Este
descubrimiento de los tiempos en los que viven y mueren las personas en
(comu)nión con el medio natural es el que cristaliza en la idea del paisaje y
de todo lo que va unido a él. Es algo comparable a lo que hoy se llama la
"explotación sostenible de la naturaleza". Cristaliza en el deseo de
preservar y de inventariar aquella diversidad de recursos etnográficos,
lingüísticos, geológicos y botánicos que encierra un territorio peninsular
cuyas civilizaciones se remontan a miles de años, con valles y relieves que han
producido uno de los índices más altos de endemismos culturales y naturales del
mundo. El 98 y, antes que él, el regeneracionismo, plantaron semillas algunas
de las cuales luego brotaron formando arbustos metafísicos y espiritualistas
fácilmente asimilables por la línea Ortega-Marañón. Pero incluso algunos autores
de este grupo se sintieron atraídos por las gentes sencillas pues es en ellas
donde veían condensada la esencia de la vida. Y de esta forma rozaron el punto
de inflexión.
El punto de inflexión era y es retomar la senda marcada
por Antonio Machado, la reivindicación de una actividad humana de base
histórica, la denuncia de la explotación de unos hombres por otros, del
embrutecimiento cultural que esta acarreaba, la impugnación del cáncer de la
renta que se oculta bajo la apariencia del dinero fácil, la reinvindicación de
los valores debajo de los precios. En Machado esta idea está muy clara. Pero
también queda apuntada en la teoría unamuniana de la intrahistoria que también roza
dicho punto de inflexión aunque sin incorporarse a ningún proyecto político. El deseo de Unamuno de estudiar el "pueblo en
vivo", el "hombre de carne y hueso" su esfuerzo por destapar la
“España real”, la “intrahistoria” oculta bajo las costras del convencionalismo
y el culturalismo de sueños imperiales, conduce a ese punto. Sintomática
también la visión de María Zambrano una generación después, su crítica de la
propuesta intelecualista de los liberales destinada para superar el apolillamiento
nacional y los fantasmas de la historia, su rechazo del progreso abstracto enfrentado a la plasticidad de la cultura popular, del ser
frente a la existencia "...este español (cito) que se queda en el desierto
no es el pueblo, sino el intelectual y el burgués liberal, si lo ha habido. El
pueblo no puede quedarse nunca en el desierto porque él lo puebla: con su
presencia, con sus voces, con las figuras que su imaginación conserva de días
más afortunados. El pueblo, en su perenne infancia, vive de imágenes"[1].
Creo que el existencialismo del período de entreguerras y después ya está
contenido en el proyecto regenerador de la segunda experiencia republicana
española. Fue una inflexión universal que provocó un cambio definitivo en
muchos como Pablo Neruda que empezó a ver mercados, manzanas, eras y manos
laborantes ahí donde antes sólo veían crepúsculos, caballos y sueños. Ya lo
hemos dicho: la importancia que tuvo la poesía en la reivindicación de la
imagen, de lo plástico, de los elementos visibles y externos de las identidades
compartidas no es casual. Explica el papel que tuvieron los poetas en la
conformación de la nueva identidad republicana de base popular. Es un canto a
la existencia frente al ser contenido en el paquete monárquico que es el de los intelectuales de la línea Ortega-Marañón.
Esta forma de
entender y de mimar el territorio es incompatible con el discurso sin tiempo y
sin espacio de la tecnocracia del Opus Dei que fue la que modernizó el país.
También es incompatible con el europeismo abstracto de los que se apropiaron de
Europa desde Maastricht, es incompatible con el intento de construir un Estado del
bienestar sin trabajo, sólo apoyado en la renta financiera y
inmobiliaria. La visión neoliberal del mundo reduce el territorio a plataformas
instrumentales para una economía cada vez más agresiva y desconectada puesta al
servicio de la acumulación de capital, de la financiarización. La cultura de la
renta reduce el territorio a un espacio neutro aún sin dueño susceptible de ser apropiado para convertirlo en
parcela, en algo privado y excluyente. El espacio del que nadie de apropia sirve
como contenedor de todas los desechos que se ahorran las empresas y las
familias (ruido, sustancias químicas, carreteras, aguas infectadas), receptor
muerto de las sudoraciones de un capitalismo cada vez más feo. La propuesta de
la economía de la renta es la destrucción, destrucción que, paradójicamente, pretende financiar las necesidades de las personas (escuelas, hospitales, transportes)
pues tras el desplome de la sociedad del trabajo en los años ochenta no hay
nada que la pueda sustituir poniendo así a todo el país en sus manos. Esa destrucción de tierras, de casas, de
ambientes, de culturas y de tramas urbanas sólo es posible por son tenidas por
vacías, sin historia, por neutras e instrascendentes, por meros valores de
cambio. La economía de la corrupción y de los caciques locales que tanto odiaban los regeneracionistas sólo es posible a partir de esa neutralización
crematística de los valores de uso. Sólo gracias a ella es posible convertir la
destrucción en orgía y quien crea que exagero que se de una vuelta por algunas ciudades como Alicante, Murcia o Castro Urdiales. Por cierto, que el edificio
emblemático del republicanísimo Centro de Estudios Históricos ubicando en la
madrileña calle de Medinaceli, cerca de la Biblioteca Nacional, de la Academia
de la Historia y de la Academia de la Lengua, acaba de ser cedido a la
Fundación Carolina, una fundación privada financiada por las multinacionales españolas,
el núcleo de su penetración en América Latina.
Las élites monárquicas de la democracia abrazaron la causa
de la destrucción continuando con la labor de las élites franquistas y
tardofranquistas. El horizonte de la Tercera República es el horizonte de la
preservación, de la defensa de lo común y de la solidaridad entre desiguales que, en realidad, son iguales. Pero no se podrá alcanzar sólo con cultura roja, gualda y violeta sino
sustituyendo la sociedad de rentas por otra en la que el trabajo vuela ocupar el centro neurálgico de la sociedad. La preservación y la potenciación de las capacidades
subjetivas, de la salud humana y de su regeneración semanal es esencial para
que las mayorías aporten creativamente al mantenimiento de lo de todos: el
patrimonio natural compartido, el sistema político compartido, el reparto de
las cargas entre hombres y mujeres. Sólo así las mayorías podrán desarrollar
una visión de conjunto de las cosas, una cultura de toda la casa. La tradición
regeneracionista-republicana es una tradición reparadora, pero sobre todo es rescatadora de la dignidad
humana, del trabajo en sus infinitas manifestaciones. “España es una República
de Trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de
Justicia ” (Art. 1 de la Constitución de 1931), es una república de seres
organizados y autodeterminados, de creadores libres, de mujeres incorporadas a
la construcción de un orden compartido, de sujetos activos y no de receptáculos
pasivos de las migajas desprendidas de la sociedad de rentas. El republicanismo hispano fue y debe volver
a ser la semilla de un modo de organización social en el que el libre y
legítimo desarrollo de cada uno no necesita de la destrucción de conjunto sino
de su preservación y regeneración .
Más información: A. Fernández Steinko: Izquierda y republicanismo. Madrid, Akal 2010
[1]
María Zambrano:”El Español y su tradición”, en: J. García (edit.): El ensayo
español. Los contemporáneos. Crítica, Barcelona 1996, pp.73s
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