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viernes, 19 de septiembre de 2025

Anatomía de la Izquierda Gentrificada


Armando Fernández Steinko
Anatomía de la izquierda gentrificada
(publicado en El Viejo Topo números 447 y 448, abril y mayo 2025)

INDICE

¿Otra vez la crisis de la izquierda?
La izquierda gentrificada
Sociología política de la IG
Los profesionales urbanos en España
Espejismo de una sociedad desmaterializada
Acción y pensamiento de la izquierda gentrificada
(1) Adiós a la economía política
(2) Ideología desbordada
(3) Emocionalización y personalización
(4) El problema de los valores
La IG y el futuro de un programa de transformación social



¿Otra vez la crisis de la izquierda?


El largo debate sobre la crisis de la izquierda transcurre en paralelo al también largo declive del fordismo, del debilitamiento del trabajo frente a la propiedad y la renta financiera e inmobiliaria. Mi “Izquierda y Republicanismo - un salto a la refundación” es un capítulo más en esta trayectoria que se reactivó con el desplome del orden financiero occidental en 2008. En España, dicho desplome arrastró al capitalismo popular inmobiliario en su caída, un modelo de crecimiento alimentado por la bajada de los tipos de interés y la consiguiente inflación de los precios de los bienes inmuebles, que a su vez desencadenó un torrente de inversión foránea hacia el sector de la construcción. De esta eclosión pudieron beneficiarse las clases medias y parte de las populares españolas debido al elevado porcentaje de hogares con propiedad inmobiliaria y al “efecto riqueza” (Banco de España) que este generó a causa del incremento del valor de su patrimonio inmobiliario. Mis argumentos metodológicos de entonces son muy similares a los que quiero aportar ahora a la discusión sobre izquierda, aunque mis propuestas políticas han cambiado con las circunstancias. 

Mi primer argumento metodológico era -y es- que no tiene mucho recorrido analizar el problema de la izquierda al margen de los cambios materiales que se producen en la propia sociedad. Esto es una invitación a pensar y a actuar en términos de sociología  y economía política antes que de política o de ideología sin más.  El segundo era -y es- que la pluralidad de regímenes de vida y trabajo que conforman la sociedad española no se puede traducir de forma espontánea en un proyecto político -por ejemplo al estilo de una “marea” o de un “desbordamiento”-, sino que aquel requiere de una construcción compleja destinada a unificar a muchos miembros de dichos regímenes en un proyecto común. Esto requiere de preciosismo político, de un conocimiento actualizado de la sociedad y de una capacidad discursiva sofisticada. Los aglutinantes identitarios son una pieza central del proceso, aunque solo la conexión de estos con la realidad material, cultural y normativa de cada uno de los regímenes de vida y de trabajo puede llevar al objetivo deseado. El objetivo es la construcción de una hegemonía lo suficientemente sólida y estable como para poder acometer cambios profundos en la sociedad y en la economía. Esto afecta a cualquier proyecto político si quiere tener posibilidades de hacerse relevante y relativiza los argumentos puramente ideológicos, discursivos y culturales, que muchas veces no sólo no unen sino todo lo contrario, alimentan las dinámicas identitarias confrontativas bloqueando dicha construcción. 

En aquel momento mi apuesta era la posibilidad de que la argamasa identitaria pudiera ser el referente republicano nacido de una experiencia histórica que, aunque ya remota en el tiempo, pudiera contener la semilla de una nueva convergencia nacional regeneradora y de talante progresista con capacidad de desplegar una dinámica de arrinconamiento de la renta frente al trabajo. La gravedad de aquella crisis financiera alimentaba la hipótesis de que nos encontrábamos en el principio del fin del neoliberalismo. Era una conclusión precipitada. Es verdad que dicha crisis erosionó severamente la legitimidad de los partidos mayoritarios y alimento el llamado movimiento 15-M, una protesta de los jóvenes instruidos de clase media indignados con la gran coalición que canceló los acuerdos político-sociales de la Transición tras el desplome de los mercados financieros e inmobiliarios. Pero el neoliberalismo -en definitiva la prevalencia de la renta y la propiedad frente al trabajo- aún disponía de recursos. La Reserva Federal norteamericana actuó de banquero de ultima instancia suministrando los dólares que necesitaban los grandes bancos occidentales para evitar el colapso y arrojando al sistema financiero europeo a una relación de servidumbre con respecto a las finanzas norteamericanas. La globalización neoliberal consiguió sobrevivir a pesar de no abordar los problemas que llevaron a su crisis, y la liquidez liberada por las políticas de expansión monetaria de los bancos centrales occidentales -incluido el Banco Central Europeo-  contribuyó en gran medida a hacerlo. 

Podemos se hizo con el capital político del movimiento 15-M, pero sus dirigentes -fieles representantes de la izquierda gentrificada- no supieron aprovecharlo. Primero porque intentaron extrapolar las experiencias de América Latina a la realidad española ignorando las diferencias entre ambas sociedades. En segundo lugar aproximándose al independentismo con la pretensión de instrumentalizarlo para confrontar a la derecha en una especie de recreación de la Guerra Civil. El resultado era previsible: los que fueron instrumentalizados fueron ellos, y tanto el independentismo como los espacios ultras herederos del franquismo salieron reforzados. Esto hizo decaer mi propuesta de construir un aglutinante republicano pues el independentismo -desde su versión ultraderechista hasta su versión ultra izquierdista- es republicano por razones obvias. La evocación de la Segunda República servía ahora no para lanzar un proceso de regeneración del país, sino para destruirlo, para provocar una situación de estado fallido que bloquearía a la izquierda durante varias generaciones y abría un proceso de balcanización de España de consecuencias internas e internacionales de consecuencias imprevisibles.

La estrategia “de izquierdas” para hoy -lo pongo aquí deliberadamente entre comillas con el fin de romper mi identificación con lo que muchos asocian hoy a ese término-  ha de ser, por tanto, reinventada. Pero preservando la apuesta metodológica que comentaba más arriba: la necesidad de hacerlo en conexión con el suelo firme de la realidad social, encaje esta o no en los cuadros ideológico-discursivos que se han venido construyendo en torno a ella. Creo que no debe iniciarse dicha reinvención perdiendo de vista la economía política, especialmente la dialéctica entre renta y trabajo, pues de su resolución depende la posibilidad de hacer un programa social y democrático estructuralmente transformador. Esta convicción no es evidente a pesar de que toca al núcleo duro del problema. La “Crítica de la economía política” de Marx sigue siendo un privilegiado cajón de herramientas teóricas, pero su utilidad transformadora ha quedado desacreditada por una cultura de la exégesis del primer tomo del “Capital” y por una sucesión de conclusiones estratégicas dramáticamente equivocadas. Esto afecta ,sobre todo, a la fallida interpretación del primer capítulo de la mercancía en su condición de “célula de las relaciones capitalistas” que llevó a una hiperideologización del mercado -la forma del valor- de desastrosas consecuencias políticas para sendos proyectos socialistas. También afecta a la reducción del Capital al enfrentamiento entre capital y trabajo sin incluir el proceso de circulación descrito en el segundo tomo, y que envuelve las conclusiones del primer tomo en un ropaje decisivo para poder desarrollar propuestas políticas conectadas con la realidad. Pero sobre todo afecta al origen laboral -es decir no “ficticio”- de la renta esbozado en el tercer tomo, una cuestión central para manejarse políticamente en el neoliberalismo, pero que no tiene capacidad ninguna de resolver la teoría económica neoclásica. 


La izquierda gentrificada 

Voy a abordar el problema de la crisis de la izquierda desde la perspectiva de principios de 2025 describiendo y discutiendo el fenómeno de lo que quiero llamar aquí la “Izquierda Gentrificada” (IG). La palabra “izquierda” tiene un origen histórico, lo cual deja abierta la posibilidad de que sea sustituida por otra para denominar el programa político que subyace a ella. Describe el espacio situado a la izquierda de la mesa de la presidencia de la Asamblea Constituyente francesa de 1789 en el que se apiñaba el Tercer Estado. Su núcleo programático más perdurable es la apuesta por una visión integral de la democracia, que se puede resumir en el objetivo de facilitar el acceso de la población a todos los recursos esenciales para desarrollar una vida digna en lo material y lo espiritual: la riqueza económica y su generación, la educación, la salud, la información, el medioambiente saludable etc.. Esto no incluye las formas concretas de alcanzar este objetivo -por ejemplo si a través del mercado, de la redistribución, de mecanismos bien directos o bien delegados de participación política- que cambian con el tiempo, con el desarrollo de las fuerzas productivas y con muchas otras cosas que se van configurando en el transcurrir de las dinámicas políticas.  Por otra parte, el término “gentrificación” es un tecnicismo procedente del urbanismo. Describe un proceso según el cual los barrios urbanos con un elevado patrimonio histórico-cultural y habitados inicialmente por clases modestas, es colonizado por clases más pudientes que invierten en su mejora con el fin de “ponerlos en valor”, creando usos urbanos, espacios, actividades y referencias culturales estrechamente vinculados a la globalización neoliberal. 

La discusión de la IG es un buen punto de ataque para entrar en una discusión actualizada sobre el presente y el futuro de la izquierda. La principal razón no es ideológica, sino el hecho de que su conformación a lo largo de las última décadas refleja de forma paradigmática los cambios estructurales que se han venido produciendo en las sociedades occidentales. No tiene mucho sentido hacer la crítica por la crítica misma  sin tener en cuenta dichos cambios. Como es habitual, estos últimos coexisten con estructuras nacidas al calor de las décadas previas al advenimiento del neoliberalismo conformando una mixtura compleja entre lo anterior, lo nuevo y lo indefinido, que dificulta la identificación de lo segundo con respecto a lo primero y amplía la zona de lo indefinido produciendo invisibilidad e inevitables inseguridades políticas. Estas inseguridades han llevado a muchos a explorar alternativas diferentes a las de la izquierda que no deberían ser interpretadas necesariamente como un giro en una direccion diametralmente opuesta a la de su programa originario.  

En momentos de transición como los que vivimos, la brutalidad de las guerras pueden provocar formateos drásticos de los sistemas sociales y culturales, aclarar el campo de hierbas adventicias, forzar la clarificación de lo ambiguo y despejar la perspectiva de lo nuevo. La Primera Guerra Mundial es un ejemplo bien conocido, y el conflicto de Ucrania está teniendo un efecto similar. Primero porque esa última ha puesto de manifiesto los límites de las sociedades hiperterciarizadas occidentales que se han mostrado incapaces de sostener un ritmo de producción industrial suficiente para derrotar a Rusia en una guerra colectiva que pone a prueba sus capacidades industriales agregadas. Segundo porque dicha guerra ha llevado a tal extremo la centralidad del discurso, del relato y de la comunicación frente a la realidad de los hechos militares, políticos y económicos, que va a obligar al Occidente Unido (OU) a enfrentarse, antes o después, a la forma posmoderna de pensar que ha venido estructurado la anatomía cultural y epistemológica de occidente en las últimas décadas, y que es en gran parte responsable del debilitamiento de la conexión con la realidad que lo ha llevado a la derrota. Y tercero porque los resultados agregados de dicha guerra van a alterar dramáticamente el transcurso de la propia globalización neoliberal con la posibilidad de empujarla -esta vez sí- hacia una situación de crisis debido al surgimiento de una alternativa a la misma. Es demasiado pronto para poder afirmar si la dinámica de integración impulsada por los BRICS y el orden multinodal que se avecina tras la derrota del OU en Ucrania, van a ponerle fin a dicha forma de globalización, aunque es improbable que lo haga a la globalización misma. Lo que me parece indudable es que va a debilitar varios de los principales pilares de aquella, que esto se va traducir en la aceleración del declive occidental, y que el tipo de “izquierda” que ha ido madurando a la sombra del neoliberalismo, se va a ver directamente afectada por los cambios.

Sociología política de la IG

El origen de la IG se remonta a la eclosión del sistema público universitario en los años 1960 y 1970 que coaguló en una nueva clase media, en parte de extracción popular, aunque ahora altamente cualificada y de ideas progresistas. En los años culminantes del fordismo -la primera mitad de los años 1970- las clases trabajadoras tradicionales eran muy numerosas, estaban bien organizadas y gozaban de una notable influencia social y cultural. La parte más exitosa de esta nueva clase media fue configurando a los llamados  “analistas simbólicos” (Robert Reich),  “burgueses y bohemios” (David Brooks) o también “profesionales urbanos” (A. Fernández Steinko). La mayoría conservaba fuertes vínculos biográficos con las clases trabajadoras y la pequeña burguesía de los autónomos tradicionales-, unos vínculos que fraguaron en España en la llamada “alianza entre las fuerzas del trabajo y de la cultura” que consiguió arrinconar el continuismo posfranquista, una expresión imprecisa pero que toca el centro del asunto. 

La dialéctica entre aproximación y distanciamiento entre clases trabajadoras y profesionales urbanos ha sido siempre el eje en torno al que ha pilotado la capacidad de sostener una mayoría social con poder suficiente para democratizar la sociedad en el sentido que comentábamos arriba. La Segunda República sólo consiguió cuajar en 1931 tras la aproximación entre los trabajadores -urbanos y agrícolas- organizados, y el “humanismo liberal” (Edward Malefakis) de los republicanos de izquierdas. Malefakis ha demostrado en su trabajo inmortal, que la solidez de esta alianza, unida a los errores cometidos en la aplicación de la reforma agraria, predeterminaron la supervivencia del orden republicano. En Las manos sucias Sartre problemática esta misma alianza en el seno del Partido Comunista Frances durante los años de la resistencia en los personajes de Hugo -un intelectual de familia acomodada que se suma a la resistencia por razones morales- y Slick, que lo hace con el fin de crear una sociedad en la él y los suyos dejen de pasar hambre. El laberinto político del peronismo sólo se puede descifrar, creo yo, explorando la alianza entre las clases populares, beneficiadas cultural y económicamente por el peronismo, y las clases medias instruidas más interesadas en la dimensión cultural e ideológica de la modernidad argentina que en sus aspectos económico-sociales. El desencuentro entre ambos espacios se ha mantenido con altibajos en el tiempo hasta culminar con la decantación hacia Milei de una parte significativa de las clases populares argentinas.

Los profesionales urbanos en España

En España, el régimen de vida y de trabajo de los profesionales urbanos se puede cuantificar estadísticamente. Se trata de la suma de los “ocupados con formación superior”, que incluyen abogados, químicos, arquitectos etc., bien autónomos, bien asalariados del sector público y privado, así como algunas otras ocupaciones también “creativas” como la de los artistas, escritores o periodistas, todos ellos inscritos en una categoría estadística propia. La suma de todos estos grupos asciende hoy aproximadamente al 15% de la población ocupada sin contar su parte sumergida que es comparativamente pequeña. En las grandes ciudades -capital del Estado, capitales de las comunidades autónomas, capitales provinciales  comarcales- tienen un peso superior a la media y en los barrios más gentrificados de Madrid y Barcelona -que no necesariamente en los barrios burgueses tradicionales- puede alcanzar una densidad del 60%. Con la terciarización de las sociedades occidentales esta clase social fue creciendo en número y reconocimiento social en un proceso paralelo a la pérdida del prestigio y de la estabilidad profesional de las clases trabajadoras, sobre todo aquellas vinculadas a la industria y al sector primario, así como también de los autónomos tradicionales vinculados al pequeño comercio, los talleres familias o los servicios logísticos. Ambas esferas siguieron manteniendo, no obstante, un vínculo político-cultural fuerte en los años de la expansión interior de las economías occidentales. En estos años se produjo una transición desde las sociedades tradicionales hacia las sociedad moderas y asalariadas en un proceso descrito por Rosa Luxemburgo como la “colonización de los espacios no capitalista”. En España este período concluyó en los años 1980 y, como en todos países occidentales, vino acompañado de un fuerte crecimiento del sector público -escuelas, servicios sanitarios etc.-, así como de la expansión de la administracion estatal, autonómica y local, sectores todos que sirvieron de acogida a una buena parte de los nuevos profesionales urbanos. 

La implosión del campo socialista provocó una fuerte aceleración de la expansión interior por una expansión económica exterior mediatizada por el sector financiero. Esto aceleró la erosión de la “alianza entre las fuerzas del trabajo y de la cultura” y se tradujo en el paulatino declive ideológico y electoral de la izquierda. Por un lado se produjo un incremento absoluto y relativo de los profesionales urbanos en contraste con el estancamiento de las clases trabajadores y los autónomos tradicionales aún cuando estos últimos siguieran siendo mayoritarios en los pases del sur de Europa, sobre todo en Grecia. Y por otro lado, se produjo una incorporación de los nuevos profesionales urbanos salidos de las universidades a puestos de trabajo vinculados a la economia globalizada: al sector financiero, al de nuevas tecnologías o al los servicios especializados prestados a los grandes grupos -nacionales y no nacionales- con andadura internacional. El cambio de la orientación económica consolidó el proyecto neoliberal en un país tras otro y “los globalizadores neoliberales encontraron nuevos aliados en los espacios verdes y de izquierdas del centrismo posindustrial” (Wolfgang Streek)  

Los grandes corrimientos económicos también forzaron un cambio en la estrategia de los sindicatos occidentales y de los españoles en particular. El “corporativismo keynesiano” apoyado en el efecto macroeconómico multiplicador que tienen los aumentos salariales para el desarrollo interno de los países, transmutó en “corporativismo para la competitividad” orientado a reforzar la capacidad competitiva de las empresas en su andadura internacional. En las grandes empresas globalizadas esto hizo participar a los sindicatos de las políticas de control salarial y a adoptar una visión estrictamente microeconómica de la acción sindical. Las secciones que mejor aguantaron la subsunción de la economía interna a la expansión exterior fueron las de los servicios y espacios públicos aún en expansión o en consolidación como el de la enseñanza el de la administración pública que, por razones obvias, están más al resguardo de la economia globalizada.  Pero el grado general de organización sindical y de la presencia de la "cultura del trabajo” en el imaginario colectivo, tendieron a menguar en favor de una cultura laboral tenida por “desmaterializada” asociada a la destindustrialización y a la difusión de las nuevas tecnologías cuyo contenido “material” ha sido fuertemente subestimado.  

El capitalismo popular inmobiliario, que irrumpe tras la crisis de la peseta de 1993, marca un hito en la apertura de la economia española hacia los flujos financieros internacionales y aceleró el cisma entre los dos ambientes sociales que nos ocupan. Muchos obreros sin trabajo se convirtieron en pequeños empresarios vinculados a la construcción, algunos incluso al sector inmobiliario -la compraventa de solares-, que es donde se esconden los grandes excedentes del ladrillo y donde se encuban las prácticas de corrupción urbanística. Su desvinculación del mundo asalariado fue radical y explica las mayorías del Partido Popular, primero en las provincias de Málaga, Alicante, Murcia y Almería -que no en Madrid- antes de extenderse por el conjunto de España. Sin embargo, su relación con la economía globalizada, con el carácter exterior de la expansión que soporta su existencia, es paradójica y genera actitudes políticas difíciles de encajar en los moldes ideológicos prevalentes. Los nuevos autónomos y empresarios de la construcción -muchos descalzados con la crisis de 2008 y votantes de Vox- se benefician, por un lado, de la llegada de inversores y de visitantes extranjeros, así como de trabajadores jóvenes dispuestos a trabajar duro, una predisposición que resulta vital para sacar adelante sus precarios proyectos empresariales, sobre todo cuando los contratados son trabajadores sin papeles. Por otro lado, el sector de la construcción, que tiene una capacidad instantánea de generar empleo, está resguardado de la competencia extranjera debido a la fragmentación de su tejido empresarial, a  su carácter fuertemente local y a su dependencia de las decisiones políticas de las corporaciones locales y los gobiernos autonómicos.     
  

Espejismo de una sociedad desmaterializada 

Por presión de los acreedores internacionales, muchas sociedades del sur y el este de Europa aún tradicionales y con bajos salarios, se tuvieron que abrir a la economía mundial incentivando la deslocalización de las industria y de las actividades contaminantes de los países occidentales centrales. Pero esto no ha hecho desaparecer, ni por asomo, a las clases trabajadoras de estas últimas. Las ocupaciones que estaban vinculadas a la actividad industrial han menguado efectivamente, pero no aquellas otras asociadas a los servicios de contenido cinético tales como la logística, la seguridad o la limpieza, a la agricultura, a la construcción y también a los cuidados personales, algunas de ellas directamente vinculadas a la actividad industrial aún cuando ahora figuren como “terciarias”. La falta de nacionales dispuestos a asumir muchas de ellas, que muchas veces no cuentan con protección sindical y adolecen de prestigio, obligó a emplear a trabajadores foráneos cuyo porcentaje sobre la población ocupada se dispara en España a partir de 1998. Están más cualificados que la media en sus países de origen, muchos -aquí sobre todo los latinoamericanos- tienen estudios medios y superiores, con lo cual el valor de su fuerza de trabajo, es decir su productividad y su versatilidad, es particularmente alta en relación al precio que se paga en España por dicho valor. La premura que viven sus países de origen, con espacios tradicionales dramáticamente erosionados y economia locales en inferioridad de condiciones frente a los flujos financieros foráneos, empuja a los mejor preparados a abandonar sus países con el fin de traducir unos salarios bajos, aunque pagados en moneda fuerte, en unos servicios sociales y sanitarios para sus familias que sus estados no están en condiciones de prestar. Este drenaje humano perpetúa el estancamiento de sus países, reduce el precio de los trabajos de contenido cinético en el norte y atiza la competencia con los trabajadores locales en beneficio de los empleadores.

El asunto políticamente central en este contexto es que las ocupaciones de contenido cinético no desaparecen. Incluso las sociedades hiperterciarizadas necesitan de personas que limpien, transporten, desatasquen, construyan o que cuiden a enfermos y discapacitados. Lo que ha cambiado es la percepción que de su relevancia o incluso de su existencia tienen los sectores más influyentes de la sociedad, incluidos no pocos profesionales urbanos de ideas progresistas. Los barrios periféricos y distantes, que albergan los cuerpos y las manos que desempeñan esta clase de ocupaciones, los apartan de la vista y la condición de no nacionales de muchos de sus dueños los expulsa del sistema político a pesar de su importancia para el sostenimiento no inflacionario del sistema económico y, en definitiva, para la preservación de su carácter financiarizado. Muchos de ellos han sido expulsados de los barrios, pero la verdad es que están a la vista de cualquiera que quiera verlos. Pueblan las carreteras de circunvalación con sus furgonetas blancas, hay que hablar con ellos cada vez que se pide un café en un bar o se toma un taxi, los fines de semana se siente el calor de su cuerpo en las gradas de los estadios de fútbol y forman grupos bien visibles en los meses de cosecha de fruta, de uva, y en los linderos de la agricultura del plástico. Cuando los terciarios creativos inician su jornada laboral pueden tomar nota, de que los cinéticos han madrugado mucho más que ellos y que llevan ya varias horas trabajando por una fracción de los ingresos que perciben los que ostentan las ocupaciones más creativas y prestigiosas de la sociedad que, además, no exigen levantarse a las tantas de la mañana. 

A pesar de representar algo más del 15%  de la población ocupada, los profesionales urbanos han colonizado los barrios más bonitos del país donde pueden alcanzar una densidad superior al 50% de sus residentes. Viven una cultura cosmopolita y optimista, y su proyección social les permite percibirse a sí mismos como una clase mayoritaria, con lo cual no ven impedimento en considerar que sus ideas, su sensibilidad y su visión del mundo, son susceptibles de representar las del conjunto de la nación, las de la parte mas civilizada del planeta amenazada -por cierto- por los “populistas” opuestos a la globalización.

Acción y pensamiento de la izquierda gentrificada

Vamos a explorar la forma de pensar y de hacer política de la IG. Utilizamos el término “forma de pensar” y no el de “ideología” porque ni dispone, ni aspira a tener algo así a sistema coherente y estructurado de pensamiento para la acción nacido de un análisis medianamente sistemático de la realidad. Lo vamos a hacer en cinco pasos, aunque adelantando una advertencia importante: las ideas y las formas de actuar de la IG no son exclusivas de ella, sino que, envueltas en formas y ropajes discursivos propios, las comparte con casi todo el resto del espectro político que hoy conforma el “jardín occidental” del que nos hablaba Josep Borrell. Hablar de las formas de pensar y de actuar de la IG es, por tanto también hablar de las formas de pensar de los grupos que hoy hegemonizan el discurso cultural de occidente. No hay que rebuscar mucho para encontrar las razones de este solapamiento: todos estos espacios y sensibilidades se han acomodando -unos activa y otros pasivamente- a la colonización neoliberal de conjunto del pensamiento, de la sociedad y de los sistemas políticos. La IG es uno de sus resultado y se comprende que actúe más como catalizadora que como opositora a este proceso por mucho que se refugie en un radicalismo verbal de inspiración neoliberal.  

Lo que distingue los diferentes espacios políticos entre sí, que pueden solaparse o no con unos partidos y con otros, es el color de sus respectivos barnices identitarios, que no la madera sustancial que los soporta. De hecho, las palabras “profundidad” o “estructura” apenas tienen sentido hoy en el modo de pensar occidental colonizado por el pensamiento posmoderno frente a expresiones tales como “estitización”, “aleatoriedad” o “contingencia”. La superficialidad ha perdido sus connotaciones negativas y al mismo tiempo obliga a exacerbar la importancia del color -del barniz que recubre la madera- para poder definir el espacio político propio frente al de los otros, a reforzar la segmentación identitaria frente a la transformación efectiva -en el sentido de “profunda” o “estructural”- de la sociedad. Las identidades mixtas o el respeto de los valores del contrario -por ejemplo con el fin de llegar acuerdos para solucionar problemas de interés general o para avanzar en las agendas políticas emancipadoras-, pero tampoco la diplomacia en las relaciones internacionales, no tienen un buen acomodo aquí. La razón es que, cuando no hay sustancia a transformas, la negociación se convierte en un impedimento que desactiva el turismo o el “monopartismo competitivo” (Domenico Losurdo) en los que están degenerando los sistemas políticos occidentales. La cultura del corto plazo, el esquema desustancializado de la acción-reacción y del “y tú más” que podemos observar en los debates televisivos, y que dejan una frustrante sensación de estancamiento argumental, de falta de asomo a la realidad, en definitiva, de preservación de lo existente, creo que tienen esta explicación. Mi análisis del modo de pensar -y de actuar- de la IG, incluye por tanto en gran medida el análisis del modo de pensar del conjunto de las elites -regionales, nacionales y comunitarias- españolas.  La radicalidad con la que occidente se ha implicado en el Proyecto Ucrania ha tenido la virtud de hacer visibles unas tendencias que yo antes sólo alcanzaba a intuir. Esta es la razón por la que voy a utilizar dicho Proyecto para intentar clarificar mejor lo que pretendo decir sobre la acción y el pensamiento de la IG. 

Seguiré el siguiente guión en cuatro pasos. En primer lugar (1) glosaré el abandono de la economía política y del referente material de la vida social. El segundo paso (2) se refiere al lugar que ocupan el elemento ideológico en su imaginario y en su práctica políticos. En tercer lugar (3) abordaré el uso intensivo de mecanismos emocionales para intentar comprender, enjuiciar y diseñar agendas políticas propias y ajenas. Y en cuarto (4) comentaré el uso abusivo de los argumentos morales que hemos visto arriba. Lo voy a hacer en parte dialogando con el fenómeno de la guerra de Ucrania pues creo que, como he dicho, esta permite ejemplarizar mucho de lo que aquí queremos explicar. 


(1) Adiós a la economía política 

El pulso económico de la sociedades occidentales depende hoy de la inyección de liquidez de los bancos centrales, así como del “efecto riqueza” surgido de la inflación de los precios de los activos financieros e inmobiliarios. El “efecto riqueza” se presta a a no tener que rendir cuentas ni en lo económico ni tampoco en lo político y desincentiva las inversiones industriales y tecnológicas, que requieren de períodos más largos de maduración. Todo ello va creando una cultura hiperterciarizada orgullosamente desindustrializada que, poco a poco, va perdiendo la conexión con el componente cinético de la vida social. Los elementos que hacen posible la producción industrial -la cualificación de la fuerza de trabajo, la organización y la cultura empresarial, los problemas logísticos, la energía requerida etc.- parecen susceptibles der ser “encendidos” y “apagados” a voluntad de modo similar a como se aplican las medidas financieras, como si pudiera hacerse con un interruptor. La confianza en una victoria segura en Ucrania gracias a una capacidad rápida e ilimitada de activar la producción de armamento, se debe a este espejismo que ha hecho imposible ganar una guerra de desgaste contra Rusia.   

El dinero parece brotar de la nada de forma espontánea, aunque a costa de incrementar la deuda, una deuda que los fondos de inversión y los bancos que la han adquirido necesitan colateralizar con activos sólidos tangibles -las commodities- tales como materias primas, recursos energéticos, tierras fértiles, minerales raros etc.- La mayor parte de las commodities del mundo están depositadas en Asia Septentrional, una parte del mundo considerada desde los años del imperialismo “el corazón económico del mundo” (H.J. Mackinder) justamente por esta razón. La agresividad de la aventura alemana en la URSS, primero, y de la aventura  neocon en el entorno de Rusia después -el país con la mayor cantidad de commodities del mundo- tiene aquí una de sus principales explicaciones. Por otra parte, el consumo y el tiempo libre, que en las sociedades occidentales hiperterciarizadas esculpen las identidades de los profesionales urbanos antes que el trabajo, sólo pueden existir si previamente se ha producido una riqueza susceptible de ser consumida o bien recurriendo al endeudamiento. Esto último fragua una complicidad de fondo con un sistema financiero global especializado en seguir facilitando el endeudamiento del norte global a precios asequibles, en parte a costa del drenaje -pacífico o no- de recursos del sur global. 

La reconstrucción de esta clase de argumentos de contenido económico-material requiere de la contrastación de fuentes, de la exploración de antecedentes históricos, del intento de comprender las motivaciones políticas y económicas profundas de unos actores y otros, en definitiva de la predisposición a sustituir el relato por la realidad cruda de los hechos. No es posible hacerlo sin ayuda de la economía política, sin ella tampoco quedan muchas posibilidades de estructurar un proyecto de cambio centrado en la primacía del trabajo y su productividad frente a la renta. La razón es simple: sólo si nos ponemos de acuerdo en que la renta es una fracción de el excedente que genera única y exclusivamente el trabajo, es posible concebir y realizar un proyecto de este tipo. Esto es lo que intenta demostrar Marx en el olvidado tercer tomo, y esto es también lo que pensaba Keynes sin haber leído nunca a Marx.  

La IG se ha distanciado muy enfáticamente de la economía política en su giro hacia los “valores posmaterialistas” (Ronald Inglehard). En esencia, abraza el modo de pensar y las premisas de la economía neoclásica que hacen imposible poder demostrar el origen laboral de la renta. La mayoría de sus dirigentes y/o ideólogos proceden del campo de la ciencia política, otros tantos regresan de una lucha personal mal digerida contra lo que consideran el excesivo economicismo de Marx. Conozco personalmente al menos a cuatro profesores universitarios con esta trayectoria personal: formación inicial en economía neoclásica y/o en un marxismo vulgar, al que responden con un “gran giro” personal hacia la sociología cultural o la ciencia política donde rebuscan y encuentran ahora todas las respuestas. La economía política ha perdido su atractivo para la izquierda y ha pasado a convertirse en un anexo ilustrativo de la ciencia política. Pero es imposible orientarse en los tectónicos cambios geopolíticos a los que está asistiendo el mundo sin un mínimo de Mackinder, sin explorar el sustrato material de las relaciones internacionales, sin hablar de imperialismo. “Es desesperante” me escribía el catedrático y amigo Frank Deppe “nadie en Die Linke quiere hablar ya de imperialismo”: ese es el problema. 

Porque ¿cómo descifrar el intento neocon de preservar el orden unipolar en el mundo sin abordar la dimensión económica, energética o tecnológica del proyecto sin recurrir a argumentos pueriles? ¿Cómo acometer la reconstrucción de una sociedad del trabajo si no se utilizan herramientas cognoscitivas que abran la comprensión de la dialéctica entre renta y trabajo en un país históricamente tan atosigado por la primera frente a la segunda y con tantos pequeños rentistas inmobiliarios como España? Algunos personajes importantes para la conformación de la identidad de la IG como Norberto Bobbio, Habermas o Rossana Rossanda, no plantearon nunca nada semejante a esto en el momento de abordar las aventuras neocon en el mundo, y que van desde las guerra de Yugoslavia hasta la de Irán: la IG les ha seguido, uno a uno, todos los pases. Esto mismo afecta también a la forma de abordar los problemas de las sociedades occidentales tales como el desempleo, la “pérdida de la cultura del trabajo” (Paloma López), el monocultivo del ladrillo o, incluso, el problema territorial.  

(2) Ideología desbordada

La colonización posmoderna del pensamiento occidental ha creado la sensación de que los procesos sociales son, en última instancia, cuestiones culturales e interpretativas relacionadas con el lenguaje y la comunicacion. La prevalencia de la ciencia política frente a la economía política entre las élites progresistas reclutadas para los gobiernos regionales, nacionales y por Bruselas, ha exacerbado el factor ideológico y la comunicación política en detrimento de la exploración empírica de la realidad sobre la que se pretende influir. Un ejemplo que me toca directamente es la ausencia de una asignatura obligatoria de Estructura Social de España en la carreras de ciencias políticas de la Universidad Complutense de Madrid. Esto quiere decir que los estudiantes que acaban la carrera no van a conocer el tejido estructural que soporta las instituciones y las ideologías que prevalecen en el país que se han propuesto gestionar, cambiar o mejorar. Los relatos y las narrativas proliferan hasta tal punto, que no sólo desplazan el conocimiento empírico de la realidad social española, sino que hace la función de productoras de realidad 

En realidad, el lugar que ocupa lo ideológico en la forma de pensar de la IG es complejo, incluso paradójico. Por un lado tiene un valor residual si por ideología entendemos el intento de encontrar una explicación totalizadora de la realidad con vocación de coherencia que conecte el poder no con sí mismo, sino con la generación y el reparto de los recursos o que intente relacionar cultura y vida material. Los autores posmodernos, que han influido mucho en la forma de pensar de la IG, han desacreditado estas aspiraciones propias de las ideologías al considerarlas “totalizadoras” y a las que asocian a un mundo moderno ya desaparecido. En su lugar colocan mecanismos lingüísticos y comunicativos que no se quedan ya en disquisiciones académicas, sino que dan el salto a la política influyendo directamente en el diseño de agendas prácticas. Pero esto no quiere decir que la ideología esté ausente en el discurso de la IG. Todo lo contrario. La importancia que han adquirido los estudios de ciencia política para el reclutamiento de cuadros, ha producido tal saturación de los discursos ideológicos que apenas dejan penetrar la luz de la realidad. Mirándolo de cerca, ambos extremos no son irreconciliables, pues el tipo de ideología que sale de todo esto, no es un sistema de ideas destinado a soportar un programa político de cambio basado en realidades, sino una narrativa intuitiva sin aspiraciones de consistencia que se conforma con dar respuestas ad hoc. Parece como si esta  especie de ideología pasada por agua facilitara el pragmatismo político y los acuerdos, pero en realidad hace todo lo contrario, pues la política se desenvuelve en un espacio de superficialidad al que sólo le queda el barniz para enfrentarse al oponente.  

La hiperideologización contamina, en primer lugar, el diagnostico de lo existente y los intentos de cambiarlo en el sentido pretendido por el discurso izquierdista. Los análisis y diagnósticos son considerados correctos o incorrectos, no en función de la metodología empleada y del rigor en la reconstrucción de números, hechos y acciones, sino en función de quién los ha planteado, de su “ideología”. Si han sido planteados por “otros” los análisis son objeto de crítica, si son los “nuestros” los que están detrás de ellos se hacen intrínsecamente buenos, aún cuando tengan toda la pinta de acabar en desastre. Esta cultura puede permitir ganar duros debates televisivos con la oposición y teñir los barnicen propios con colores más llamativos, pero sólo produce barnices. Ignora el valor de la experiencia, de los conocimientos concretos de la sociedad que se quiere transformar, en definitiva, la capacidad de los cuadros de la IG de abordar los problemas con eficacia resolutiva. 

La proliferación de una ideología formalista y pasada por agua es tóxica para cualquier proyecto político. Necrosó el experimento socialista en la URSS, el Régimen de Franco y ahora esta necrosando también el proyecto de integración europea, especialmente la capacidad de redefinir con realismo su relación con el mundo, un claro signo de declive cultural. Este tipo de “ideología” verbalizada en exceso, sufre una amplificación en España por a dos razones. La primera es la experiencia de la Guerra Civil, que refuerza las rentas ideológicas derivadas de la heroica defensa de la República y el confort identitario que estas producen, confort que desincentiva la exploración de la realidad que toca vivir y cambiar hoy y aquí. La segunda es el problema territorial no resuelto que, unido a lo anterior, permite sellar alianzas “contra la derecha” reproduciendo el momento identitario del independentismo al que la FG considera afín al propio. Todo esto tiene consecuencias practicas cuando la IG tiene que (co)gestionar un gobierno, pues la sensación de infantilismo y las ineficiencias que genera conducen a una rápida pérdida de prestigio entre  los electores.  

Además, la hiperideologización produce dogmatismo, sobre todo cuando se combina con el abuso político de los valores. La IG, que se ve a sí misma como la representante de las conquistas civilizadoras de las sociedades occidentales, apenas ha adquirido conciencia de lo infiltrante que está siendo la penetración del dogmatismo en su modo de pensar y de los efectos deshumanizados que esta penetración está teniendo. El dogmatismo se manifiesta tanto en el espacio público como en el privado, y desemboca en una sórdida cultura de la estigmatización del contrario cuando los argumentos de este último se salen del perímetro de lo ideológicamente correcto. En vez de contra-argumentos fundados racionalmente se trata de “machista” a quien no usa el femenino adecuado en el momento adecuado; de “rojipardo” al que disiente -aunque sea sólo con matices- en temas migratorios; de “agente de Putin” cuando se ponen en duda los argumentos de los neocons en política internacional; de “españolista” cuando se muestra oposición al vaciamiento del Estado y se advierte sobre los peligros de la balcanización etc. El contrario no puede defenderse, pero no porque no tenga argumentos racionales para hacerlo, sino porque no hay campo de juego que permita la discusión. La confrontación con el contrario se hace superficial y coloca a la izquierda en una posición de jueza de la catadura democrática, moral, justa o igualitaria de lo que dicen y hacen otros países, partidos y personas.

Ya oigo el vuelo de las críticas: “Con su énfasis en la economía política Steinko propone una vuelta a la tecnocracia, a lo instrumenta frente a lo comunicativo tan criticada por Habermas”. Los siento, pero no es eso. Considero problemática esta anteposición que Habermas desarrolló en su gran giro personal a principios de los años 1980. Está incrustada en el tronco de la IG y acaba en un enfrentamiento nada saludable entre eficacia -por ejemplo en la gestión- y democracia, o también entre productividad -por ejemplo económico-tecnológica- y justicia. Porque una cosa es el uso de la racionalidad tecnológica para ocultar las dinámicas sociales y de poder, que es lo que hace el desarrollismo, y otra muy distinta es sustituir el contacto con el suelo de la realidad -su dimensión material incluida- por un vuelo cultural de coherencia únicamente comunicativa. El coste político de dicha anteposición no es cero y explica la tentación de muchos progresistas a pasarse al bando contrario después ser testigos de sus irritantes consecuencias. 

(3) Emocionalización y personalización   

El abandono de los contenidos tenidos por “duros” o incluso “arcaicos” de la economía política en favor del lenguaje y de la comunicación intransitiva -la comunicacion por la comunicación misma-, evoluciona de forma natural hacia la emocionalización del análisis y de la acción política convirtiendo esta última en una perpetua campaña electoral.  Hay dos momentos a tener en cuenta aquí. El primero es la importancia que adquieren las imágenes y los contenidos informativos tal y como han sido elaborados por los medios de comunicación con el fin de producir emociones utilizables políticamente. Los medios de comunicación son sociedades anónimas, con lo cual empujan los contenidos informativos hacia las preferencias de los accionistas y de los gobiernos que las subvencionan mucho antes que hacia la realidad o la pluralidad informativa. Pero el elemento comunicativo ha pasado a ocupar un lugar tan importante en la forma que tiene la IG de concebir la política, que está dispuesta a esquivar las consecuencias de este hecho con tal de poder seguir teniendo presencia en lo medios. La rapidez a la que algunos de sus dirigentes se muestran dispuestos a olvidar las críticas de la manipulación mediática que gente como Noam Chomsky llevan haciendo desde hace décadas, tiene esta explicación. Como ha demostrado Domenico Losurdo las imágenes presentadas por los medios han tenido una gran capacidad de influir en el posicionamiento político de la “izquierda ausente”, ausente porque se ha mostrado complaciente frente a las intervenciones occidentales en sendos países debido a la eficacia política de las emociones despertadas por las presentaciones televisivas. 

La segunda consecuencia de la emocionalización es una personalización, casi patológica, de los fenómenos políticos complejos. Esta ha sido tradicionalmente una especialidad de las fuerzas conservadoras esforzadas por apartar la atención de los momentos estructurales que pretenden preservar con sus propuestas, aunque la personalización está relacionada históricamente con la cultura del individualismo posesivo que abrió la senda del capitalismo. Las personas influyen sin duda en el transcurso de la historia, el problema es en qué medida y si su influencia puede llegar a sustituir al resto de los factores relevantes. En todo caso creo que, en general, la personalización es una práctica políticamente peligrosa. La prevalencia del “qué” de los hechos probados frente al “quién” de los hechos aparentes resulta esencial para poder hacer justicia y enfatizar a la persona -el color de su piel, su psicología o su sexo- frente a los hechos probados alimenta el prejuicio y la injusticia. Este mecanismo se reproduce en el plano de la política cuando no se valora un personaje por lo que realmente hace, sino por el color ideológico, moral o personal que le atribuye cada uno haciendo uso de técnicas discursivas. La separación entre los hechos políticos y los perfiles de los políticos permite construir y deconstruir a amigos y enemigos a discreción en función de criterios maniqueos. La mayor parte de los proyectos necon para la destrucción de sendos países -Yugoslavia, Irak, Siria, Libia, Ucrania, Rusia etc- vienen precedidos por la construcción maniquea previa de un personaje o personajes que toca apartar de la faz de la tierra recurriéndolos a las armas.  La personalización hace imposible el diálogo porque todo lo que haga una persona, incluido su intento para alcanzar la solución pacífica de un conflicto, la racionalidad de sus argumentos etc. está contaminado por el a priori de su “ideología”, de su “carácter personal” o de su “personalidad democrática o antidemocrática”. Esto no evita que talibanes y neofascistas convencidos, como los que conforman el actual Régimen de Kiev, puedan convertirse en demócratas recurriendo al uso de técnicas comunicativas.

(4) El problema de los valores 

Los valores, la forma de valorar las instituciones, las convicciones democráticas o las preferencias -sexuales o no- de personas, partidos o sociedades remotas. se han convertido en un potente instrumento de acción política para la IG y quizás sea en este punto donde más afinidades comparten sus dirigentes con las convicciones del grueso de los profesionales urbanos, donde se generen los mayores consensos con los neocons en política internacional.  Hemos visto la IG no ve muchos impedimentos a la hora de considerar que su visión del mundo representa o “expresa” la del conjunto de la nación. Esta sinécdoque -sustitución de la parte por el todo- define el territorio que ellos, unidos al resto de las clases influyentes de sus respectivo países, le asignan a la participación democrática. Reconocen que dicho territorio no da las mismas oportunidades a unos y a otros por igual porque, por ejemplo, algunos partidos defienden los grandes intereses económicos y otros no. Sin embargo comparten la idea con el resto de que todas las opciones políticas tienen que aceptar el perímetro normativo definido previamente por la parte “sana” de la sociedad. Lo que se queda fuera de dicho perímetro se convierte, o bien en una opinión autoritaria -“fascistas”, “rojipardos”, “estalinistas”- o bien en opciones que sólo son democráticas en apariencia, aún cuando sean multitudinarias: los llamados “populismos de derechas y de izquierdas”. 

Lo principal a retener aquí, es que la democracia ha dejado de ser un marco institucional neutral que da cabida de forma ordenada y jurídicamente asegurada a todas las opciones que conviven en una misma sociedad. Por el contrario se ha convertido ahora en una actitud moral definida, no por la sociedad en su conjunto como sucede en períodos constituyentes, sino por su parte más influyente y dotada de más recursos. Los ciudadanos más cualificados que la media, los medios de comunicación, los expertos en derecho constitucional y los gobiernos han pasado a convertirse en jueces del talante -democrático o no- de las preferencias políticas -y, estrictamente hablado, también de las preferencias morales- de los otros ciudadanos, partidos políticos y regímenes políticos foráneos. El periodismo mainstream y un ejército de profesionales de las ciencias políticas con publicaciones con “impacto” en revistas de propiedad anglonorteamericana, les asisten en su labor. Estos nuevos jueces de la sociedad civil se atribuyen una legitimidad suficiente para censurar o prohibir opiniones discordantes, financiar “cambios de régimen”, invalidar elecciones como acaba de suceder en Rumanía o, en casos extremos, incluso intervenir militarmente en países cuyos regímenes no han pasado la prueba de su tenaz algodón democrático. 

El cosmopolitismo ocupa un lugar de privilegio en esta forma de entender la democracia (Wolfgang Streeck). Pero no se trata de un cosmopolitismo pluralista que admita accesos diferenciados a la modernidad, sino un cosmopolitismo normativa y culturalmente uniformizador subsumirle a la liberalización de los flujos financieros controlados por occidente y al tipo de modernidad que se va gestando tras la crisis del fordismo. La democracia cosmopolita se define como anteposición irreconciliable con el nacionalismo, que es considerado particularista, autoritario y opuesto a las inexorables leyes de la historia. Sin embargo, el que los espacios institucionales que permiten desplegar prácticas democráticas efectivas a nivel internacional sean mucho más escasas en comparación con las que existen en los países individuales, no es considerado un problema grave, pues el componente institucional de la democracia -la creación de ese espacios neutral abierto a todas las opciones políticas- ha sido sustituido por una determinada actitud moral. El resultado de este giro hacia lo moral es la conformación de una gran coalición normativo-cultural que empuja para proyectarse internacionalmente en sintonía, más o menos confesada, con los sectores más estrechamente vinculados a la globalización neoliberal. El colapso del Proyecto Ucrania también ha resultado revelador en este sentido, pues ha dejado al descubierto un fanatismo moral que no era tan explícito hasta ahora, una suerte de neo-occidentalismo de evocación ne-ocolonial que Josep Borrell describe como ese  “jardín” que necesita batirse frente a la “la jungla” del resto del mundo en actos simbólicos de mesianismo político y, si es necesario, en guerras e intervenciones abiertas. La IG comparte esta forma de entender la democracia, lo cual no quiere decir que no se oponga vehementemente al resto de las opciones políticas que juegan en el mismo campo de juego.

Es verdad: no sólo la ideología sino toda la vida en general se soporta en valores. El problema es cuando estos dejan de tener una dimensión privada y se transforman en  una herramienta no consensuada constitucionalmente de acción política como es nuestro caso. Un determinado grupo de ciudadanos progresistas bien colocados se han convertido en jueces de otros ciudadanos mostrando una tendencia a evolucionar hacia el dogmatismo en consonancia con aquellos sectores liberales y conservadores que también defienden la causa de la globalización. Si los valores pretenden convertirse en piezas para la construcción política tienen que ser consensuados entre todas las partes con el fin de dotarse de legitimidad, tienen que transitar por un período de constitucionalización. Este es el caso, por ejemplo, de la Carta de las Naciones Unidas, que nace de una lista de valores universales consensuados por el conjunto de la comunidad internacional, y que le dan fundamento desde entonces al derecho internacional. O de cualquier constitución moderna. Cuando los valores son tildados de “buenos” o de “malos” sin haber sido consensuados en procesos constituyentes, se convierten en armas para un tipo de lucha política como la que plantea en este momento la IG. Cuando, además, se aplica la coerción para imponerlos, no sólo no se consigue convencer a la otra parte, sino que provoca una reacción defensiva diametralmente opuesta a los mismos independientemente de su contenido -democrático, justo, razonable- o no. En España, el mensaje modernizador de las reformas napoleónicas se pervirtió debido a la invasión del país que acabó reforzando más las posiciones reaccionarias que las liberales en las Cortes de Cádiz, algo parecido sucedió con las invasiones napoleónicas de la Rusia del Zar Alejandro I y Beethoven entró en cólera cuando se enteró, de que su admirado Cónsul Napoleón se había proclamado Emperador y procedió a cambiar el nombre de su tercera sinfonía. ¿Es consciente la IG de que tampoco los valores "de izquierdas” se les puede imponer por las armas a países y sociedades con trayectorias históricas y necesidades completamente diferentes a las suyas? 

Porque los valores son particularmente explosivos cuando se aplican al ámbito de las relaciones internacionales. El motor de los enfrentamiento militares que desangraron Europa entre 1618 y 1648 eran los “verdaderos valores” de la cristiandad defendidos por unos territorios frente a otros, y la Paz de Westfalia sólo pudo firmarse en el momento en el que todas las partes -católicos y protestantes- decidieron cancelar sus pretensiones normativas universalistas. Es en ese momento en que la Europa absolutista se empezó a “civilizar", cuando surge la diplomacia moderna. El proyecto necon, diseñado y aplicado a la limón por demócratas y republicanos y apoyado por una parte importante de la IG en Europa, vuelve a desenterrar el hacha de guerra del universalismo normativo para legitimar guerras y sufrimiento. Al hacerlo occidente se ve a sí mismo no como el guardián de un “politeísmo normativo sino como sujeto y guardián unitario de los valores occidentales considerados universales” (Domenico Losurdo). Igual que la iglesia católica antes de 1648. 

La IG y el futuro de un programa de transformación social

Los profesionales urbanos de talante progresista disponen de más recursos -tiempo, información, redes sociales, cualificación- que la media de la población y, antes o después tenían que tomar el control de los partidos de izquierdas.  Sin embargo, sus intereses materiales y su forma de entender la realidad hace muy difícil que, por sí mismos, puedan convertirse en catalizadores (primero) del nada fácil arrinconamiento de la renta frente al trabajo, y (segundo) de los intereses de los ocupados en actividades de contenido cinético. La incapacidad de hacerlo por sí mismos me parece estructural y explica las limitaciones de la izquierda de capitalizar la oposición al neoliberalismo. Pero tampoco creo que las clases vinculadas a las actividades cinéticas dispongan de recursos y representatividad suficientes para hacerlo por si mismas, con lo cual volvemos al principio: ¿en torno a qué argumentos y objetivos se puede hacer converger hoy ambos espacios? En un momento de cambios tan acelerados como los que estamos viviendo, sólo tengo por ahora algunas respuestas provisionales para esbozarlas aquí. Lo que, en todo caso, ha quedado demostrado en contextos históricos muy diferentes, es que la “alianza entre las fuerzas del trabajo y de la cultura” se antoja imprescindible para sostener el poder requerido para un tipo de cambio como el que aquí se propone.

Hemos visto que el alejamiento entre ambos regímenes de vida y de trabajo obedece a causas objetivas relacionadas con la desindustrialización y con la sustitución del desarrollo interno de las sociedades occidentales por su integración en una economía internacional hecha a medida de la globalización financiera. Quizás sea posible explorar un reencuentro entre ellos recurriendo sólo a la cultura e intentando ganar algunas contiendas ideológicas. Pero dudo del que esto de para mucho más que para un primer paso. A medio y largo plazo, la deconstrucción de la arquitectura mental posmoderna requiere de la erosión de los fundamentos materiales que la han venido alimentando. La reconstrucción de las conexiones culturales, identitarias y políticas que pueden unir ambos espacios sociales no se producirá sólo con el regreso teórico a la economía política etc. sino que requiere, además, de un cambio real de las sociedades y las economia. La condición para que dicho cambio se produzca, es que el orden existente entre en un período de crisis prolongada y que dicha crisis pueda ser aprovechada para construir nuevos consensos. Al principio estos consensos no serán estables, pero si las élites actuales no consiguen solucionar los grandes problemas de las sociedades europeas en un sentido que las favorezca, no es imposible que se pueda abrir camino un desarrollo económico interno y ambientalmente sostenible que pilote alrededor de la reindustrialización, la destercialización parcial del sistema productivo y de la paulatina sustitución de la renta por el trabajo como fuente primaria y estable de ingresos económicos. 

El Estado tendrá que ocupa un lugar central en este proceso en el marco de una economia mixta, máxime si el proyecto pretende basarse en el principio de la solidaridad entre clases y territorios. Sin la construcción política de una nueva identidad -que podemos llamar “federal”- y que opere en dirección opuesta a la actual confederalización del modo de pensar y de actuar de las derechas y las izquierdas españolas, no me parece posible refundar el demos existente, y sin abordar el problema de la lengua y  abandonar las políticas de nacionalismo lingüístico al norte y al sur del Ebro, tampoco creo que sea posible construir dicha identidad. La necesidad de reforzar el Estado remite a la pérdida de muchas de sus competencias frente a su centralización en Bruselas. ¿Hasta qué punto el proyecto europeo, al menos tal y como se plasma en el Tratado de Lisboa, es compatible con un proyecto de expansión interna de contenido redistributivo como el que estamos proponiendo aquí para un país como España? 

De la misma forma que no cabe pensar que la historia pueda tener un final, tampoco se puede dar por intrínsecamente asegurada la supervivencia del proyecto de integración europea, al menos en la versión del Tratado de Lisboa hoy en vigor. Las tensiones a las que se enfrenta el proyecto comunitario están provocando un cambio de opinion incluso entre algunos de los expertos que hasta ahora lo consideraban históricamente irreversible si las élites europeas actuales no son sustituidas pronto por otras con perfiles distintos. La paradoja creada por la ineptitud de las actuales élites europeas -visiblemente desprofesionalizadas, alimentadas por la facilidad de la lógica financiera, hiperideologizadas, sumergidas en un modo de pensar posmoderno, sin conocimientos realistas del mundo que las circunda o rodeadas de servicios de informacion que no les transmiten una imagen bien de dicha realidad- es que sólo una paz estable con Rusia va a permitir salvar los contenidos sociales del proyecto europeo, el proyecto europeo mismo. Si dichas élites sigue  trabajando activamente en convertir a Rusia en su enemigo mortal y por aumentar el presupuesto militar en respuesta al abandono norteamericano de la tutela europea, el resultado será un rearme de Alemania y una reducción sustancial del presupuesto destinado a financiar el modelo social europeo. Por su parte, una Alemania rearmada fuera del control de Washington puede reactivar los recelos de Francia y romper el núcleo de los consensos comunitarios. Pero si las élites alemanas redescubren que históricamente sólo le ha ido bien a su país cuando se ha tenido buenas relaciones con Rusia/la URSS, se abre la perspectiva de una Casa Común Europea. Esta por ver si, mientras tanto, se desencadena o no una dinámica centrífuga más potente de lo esperado. 

En una situación de crisis prolongada y un acercamiento estratégico entre Rusia y los EEUU, más de un país europeo se podría verse tentado a explorar formas nacionales de colaboración financiera y comercial con los BRICS orientadas hacia a un tipo de desarrollo que hemos llamado “interno”. El gobierno de Syriza de 2015 cayó porque esta posibilidad no estaba abierta en aquel momento, una situación que podría cambiar pronto teniendo en cuenta la velocidad a la que se están produciendo los acontecimientos. Las conexiones de una vía de desarrollo nacional con la economía global van a seguir existiendo, pero el tipo de globalización de la que podríamos estar hablando en un futuro no muy lejano, no tendría que venir impulsada necesariamente por la financiarización, sino por un tipo de intercambios comerciales y financieros regulados de forma multilateral similares a los que proponía Keynes en 1944, un marco que abriría la perspectiva de “una dulce muerte del rentista”. 




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